Éramos cuatro
amigas veinteañeras de viaje por el norte argentino y Bolivia. Habíamos perdido
una carpa y casi habíamos muerto asfixiadas en Yavi, pero cruzamos la frontera
a Bolivia con la suerte renovada.
En Uyuni
adoptamos un chileno y en La Paz terminamos viviendo gratis por error en una
lujosa dependencia de la Embajada de Noruega. Después de ese descanso nos
dispusimos a ir a Tocaña, una comunidad afro-boliviana que nos habían
recomendado visitar, en la que viven algunos descendientes de esclavos y “El
Pulga”, un dudoso y autoproclamado antropólogo dueño de un camping a pocos
metros de un hermoso río.
Al rato de
llegar ya nos habíamos perdido tratando de llegar a la costanera, pero nos
encontraron unos cordobeses y nos invitaron a la capilla a ver el ensayo de
unos cantos para el festejo del día de Nuestra Señora de la Candelaria, que era
al día siguiente. El ensayo fue precioso, pero lo bueno empezó después, cuando
terminaron de cantar y se desató una lluvia torrencial, que según un viejo del pueblo era muy peligrosa para que un
montón de extranjeros blanquitos volvieran caminando por la ruta, así que
debíamos esperar bajo un toldo a que pare, mascando hojas de coca con lejía y
tomando singani. Hicimos caso, los negros tocaron sus tambores, los cordobeses
sus guitarras, y nosotras bailamos hasta el amanecer. En algún momento volvimos
al camping, y después me desperté en la carpa. Eran las 3 de la tarde, la mitad
de mi ropa estaba enterrada en el barro, Caro se había perdido y el pueblo
decía que en media hora debíamos estar sí o sí en la capilla para celebrar la
misa.
— ¿Cómo que no
saben dónde está Caro? —Le pregunté a los demás, y una señora que escuchó me
dijo que me quedara tranquila, que mi amiga había tenido que acompañar al Pulga
a la capilla. Como para tranquilizarse.
Salimos con los
demás del camping para la iglesia, pero nos demoramos más de una hora porque
aparentemente era una falta de respeto a los maracuyás no pararse a
recolectarlos. Cuando llegamos, la misa casi terminaba y Caro no aparecía por
ningún lado. La gente hacía una fila para dar una especie de bendición final
que consistía en agarrar un puñado de papel picado y arrojarle un poco a la
Virgen y un poco al Pulga, que estaba delante de todo. ¿Por
qué al Pulga? ¿Qué era, el rey del pueblo? Hice la fila a
ver si llegando hasta adelante encontraba a Caro. Agarré un puñado de papel
picado, y cuando llegó mi turno levanté la mano para arrojárselo al Pulga en la
cabeza. Me quedé helada cuando se corrió la persona que iba antes que yo en la
fila y apareció Caro, con cara de pánico y la cabeza llena de papelitos, parada
al lado del Pulga y recibiendo las felicitaciones de todo el pueblo.
No tuve tiempo
de preguntar nada. Afuera de la capilla, los cordobeses totalmente exaltados
entonaban una marcha nupcial. Se llevaron a Caro en camioneta y nos fuimos
corriendo atrás, ignorando a los que seguían juntando maracuyás. Después de
caminar otras dos horas, llegamos a la fiesta. Era un gimnasio enorme en el que
todo el pueblo y todos los que no eran del pueblo tomaban cerveza y singani, y
Caro estaba sentada atrás de un ramo de flores silvestres en la mesa principal,
llena de papel picado y con billetes de 100 bolivianos cosidos en su camisa.
—¿Qué es esto?
¿Te casaste con El Pulga?
—No tengo idea,
estaba borracha. — Me respondió.
Cada vez que
tratábamos de alejarnos del festejo, nos daban pollo y singani y nos volvían a
meter al baile.
Recién cuando
estaba por amanecer de nuevo, escuchamos al pasar a una señora comentando que
era una suerte que esa chica hubiera aceptado acompañar al Pulga a la fiesta,
porque dónde se ha visto un anfitrión que no lleve pareja.
Nunca conocimos el río, pero pagamos el
camping y el viaje de vuelta con los billetes que la Reina de Tocaña tenía
cosidos en su remera.