24.5.16

4. Pelos

Muchas veces las desgracias comienzan sin que se note. Nada notó Sofía ese lunes, ni siquiera algo raro en el aire o un cosquilleo en el cuerpo. Si le hubieran dicho que acababa de empezar una batalla que el miércoles ya se habría convertido en un combate a muerte, se hubiera muerto de risa. Y si le hubiesen dicho contra qué lucharía, se hubiera reído aún mucho más. 

Se levantó a las seis de la mañana y desayunó un café con dos tostadas. Regó las plantas, se bañó, y se vistió para ir al trabajo. Se cortó un poco el flequillo que ya le tapaba los ojos, y salió apurada hacia la parada del colectivo. Se puso los auriculares, esperó diez minutos el 39, consiguió sentarse, cerró los ojos y se durmió. Treinta minutos después, Sofía se bajó del colectivo, caminó tres cuadras y entró a la oficina. Saludó a sus compañeros con la mano,  se ubicó en su puesto, y  se puso a trabajar. A la hora del almuerzo, fue sola a un local de comidas rápidas. No salía a almorzar junto con sus compañeros, detestaba sus conversaciones. De todas formas era inútil esquivarlas, cualquier grupo de personas que se sentara cerca hablaba de lo mismo. 

—Qué feo se puso el día. 
—Horrible. Y cómo infla el pelo la humedad.
—No puede ser que falten cuatro días para el viernes.
—No puedo esperar. 
—Qué lindas sandalias, nunca vi unas así.
—¿No son iguales a las tuyas?
—¡No! Las mías tienen hebilla cuadrada, esa es redonda, súper originales.

Comió rápido y trató de leer un libro. Se distraía. En el baño del local, Sofía notó que tenía el pelo más largo de lo que recordaba, seguramente hacía mucho que no le prestaba atención a su imagen, porque no había notado que le llegaba casi hasta la cintura. Se lo recogió en una colita y volvió a su puesto de trabajo. Trabajó hasta las seis de la tarde y volvió a su casa. Pasó el tiempo leyendo, cenó y se fue a acostar.

El martes, Sofía repitió su rutina de todos los días. En el horario del almuerzo notó que su pelo estaba todavía más largo que el día anterior, se sorprendió de lo rápido que crecía. De todas formas, hacía mucho tiempo que no se lo cortaba,  era hora de ir a la peluquería. Pensó en pedirle a alguna amiga que la acompañe, pero hacía tanto que no llamaba a ninguna… Salió del trabajo, y en lugar de ir a esperar el colectivo a la parada habitual, empezó a caminar, buscando un lugar para cortarse el pelo. Entró en la primera peluquería que encontró, y pidió que se lo cortaran a la altura de los hombros. El peluquero, fiel a las características de su oficio, comenzó a hablar sin parar. Que era una lástima con tan lindo pelo y tan largo que se lo cortase tan corto, que cuánto tiempo hacía que no se lo cortaba como para que le llegue ya casi hasta las rodillas, que si no quería mejor hacerse un desmechado. Sofía le contestó con un simple “no, gracias”.

—Este corte te va a quedar precioso, le va a encantar a tu novio —insistió el peluquero.
—No tengo novio —le contestó Sofía.
—Ah, ¿querés hacer el cambio de look para conquistar a alguien?
—No.
—Bueno, entonces querés ser la envidia de todas tus amigas…

El peluquero siguió intentando entablar una conversación con ella, sin éxito. Sofía volvió a su casa bastante tarde, aturdida del peluquero y un poco perturbada. Las preguntas entrometidas del hombre le habían causado un nudo en la panza. Se acostó temprano sin cenar, y se durmió enseguida.
El miércoles, Sofía se despertó otra vez cansada, sin ganas de trabajar ni de hacer nada, como cada día. Se sorprendió un poco al ver su reflejo en el espejo luego de bañarse, le parecía que ya no estaba tan corto y prolijo como el día anterior. Fue con desgano a la oficina, llegó tarde, ni siquiera saludó a nadie, se sentó y empezó a trabajar. No salió a almorzar. La tarde pasó muy lenta, cada segundo le parecía un siglo, y cuando al fin estuvo en el colectivo, se sorprendió de que su flequillo estuviera tan largo que le tapaba los ojos. Se corrió los mechones, apenas podía ver por dónde iba. Cuando llegó a su casa y se miró en el espejo, no pudo creer que ya ni se notara el corte del día anterior. Esa noche se acostó pensando que su pelo estaba descontrolado, y la asaltó un miedo exagerado, cualquier cosa que saliera de su control en su pequeña vida la alteraba. No se podía dormir, daba vueltas en la cama, sentía su pelo ya más largo que antes del corte, desparramado por toda la cama, dándole calor, y el flequillo desenfrenado tapándole la cara.

A la mañana siguiente su pelo ya casi llegaba al piso. Se pasó un buen rato intentando hacerse un rodete, se hizo una larguísima trenza que enrolló sobre su cabeza como un turbante. Le preocupó que su aspecto, entre ese peinado y las ojeras por no haber dormido en toda la noche, pareciera un poco ridículo, creyó que algunas personas por la calle y en el colectivo la miraban raro, pero en el trabajo nadie pareció notar nada extraño. En realidad nadie pareció ni siquiera notarla a ella. Pasó nerviosa la mañana, sintiendo que su rodete era cada vez más grande y extraño y estaba a punto de desarmarse. Al mediodía, se encerró en un baño, atormentada por su desbocado cabello, que, como si tuviera vida propia, estaba soltándose de su peinado y fluía como una catarata que se arrastraba por el piso. 
Se quitó un pañuelo que llevaba en la garganta y se armó un turbante con él. Volvió a su puesto de trabajo, preocupada por el envoltorio multicolor que tenía sobre la cabeza, y rogó que las horas pasen. 

Ya en el colectivo, hizo piruetas imposibles para lograr sujetar el trapo sobre su cabello, que se cernía como un enorme casco a punto de explotar. Cuando llegó, exhausta, lo soltó y dejó libre la masa de pelo que la tapaba por completo, le cubría también la cara y se arrastraba por el suelo, como la cola de un lúgubre y pesado vestido de novia. Llegó como pudo, sin poder ver nada detrás de su flequillo, a la cocina, tanteó las tijeras  y comenzó una lucha silenciosa. Cortó con desesperación mechones de más de tres metros de largo, los arrojó con furia al suelo, pasó más de dos horas cortando y en la desesperación arrancando los pelos que brotaban furiosos de su cuero cabelludo. Afeitó su cabeza con una navaja, y cuando estuvo completamente calva, ya entrada la madrugada del viernes, creyó haber ganado la lucha y se acostó. Se durmió profundamente con el cansancio de los últimos dos terribles días encima.

 Pero sólo dos horas después sonó el despertador. Se desesperó cuando notó que su cabello estaba comenzando a crecer de nuevo. Pero por otro lado se sintió aliviada, era mejor tener nuevamente esta melena corta que ir al trabajo rapada. Se ahorraría preguntas y explicaciones. Durante el día no dudó en cortar a cada rato los mechones que crecían a un ritmo vertiginoso, se mantuvo tan ocupada manteniendo su cabello a raya para que ni un solo cabello llegue a la altura de su cintura, que al final de la jornada laboral no había hecho ni un cuarto del trabajo que tenía pendiente. A las ocho y media de la noche, Sofía seguía en la oficina. Se  debatía entre intentar terminar con su trabajo y arrancarse los cabellos que crecían a cada segundo. Ya no daba abasto con las tijeras, se arrancaba dolorosamente los mechones enteros de raíz y al segundo ya tenía otro mechón rozándole los pies. Derrotada, se fue de la oficina a las doce de la noche. No había llegado a la mitad del trabajo, el lunes se las iba a tener que ver con su jefe. Y para peor, ya había salido el último colectivo. Arrastrando una cola de cinco metros y medio de cabello enredado que no lograba recoger, caminó y caminó toda la noche. 

Le hubiese gustado pedir ayuda, pero estaba demasiado avergonzada como para hablar con un desconocido, y no tenía a nadie que pudiera llamar a esas horas de la noche. Sus amigas apenas se acordaban de ella. Con su hermana hacía meses que no hablaba, más que algunos mensajes de texto para ver si estaba bien. No se llevaba bien con ninguno de sus compañeros de trabajo y no salía con un hombre hacía más de un año. 

Buscó calles poco transitadas para que nadie la viera y arrastró su larguísima cortina de cabellos por las sucias veredas de Buenos Aires.  Llegó a su hogar casi al amanecer. Incapaz de meter su cabellera en el ascensor, subió los seis pisos por escalera, y cuando logró entrar a su departamento, el final de sus cabellos aún estaba en la vereda. Los  mechones que podía cortar con las tijeras no compensaban los que crecían a cada segundo. Tuvo que arrastrar la larga alfombra castaña que caía por las escaleras, y cuando logró meterlo todo dentro del departamento, cerró la puerta con llave y se largó a llorar. 

Pasó la tarde y noche del sábado llorando por haber perdido el control de su vida por algo tan ínfimo como el pelo. Amaneció el domingo y Sofía siguió llorando mientras su cabello brotaba de su cabeza con la misma fluidez que sus lágrimas. Ahora ya no lloraba por el pelo; lloraba porque estaba sola,  porque no tenía a nadie a quien contarle sus problemas, lloraba porque ya no se acordaba el teléfono de su hermana, porque ni uno de sus compañeros de la oficina le había hablado en toda la semana ni le había preguntado si se había cortado el pelo o aunque sea comentado que tenía un peinado muy extraño, para que ella pudiera confesarle la tortura en la que vivía desde el lunes. Lloraba porque nadie se daba cuenta si ella estaba cambiada, y porque a nadie le importaba que estuviera siendo consumida por su propio cabello. 

A las siete de la tarde del domingo, su cabellera la tragó por completo. Sofía desapareció para siempre bajo una montaña de metros y metros de cabello enrollado que la aplastó.
Nadie notó su desaparición hasta la mañana del lunes, cuando su pelo, que no se decidía a morir con ella, desbordó por las ventanas y por debajo de la puerta, y corrió por los pasillos, por las escaleras, y por las calles enteras, y comenzó a estorbar las rutinas de los vecinos ansiosos que se encontraban con una alfombra castaña que les impedía llegar a tiempo a sus empleos en esta semana que recién comenzaba.

Cuando el martes por la mañana, con los medios de comunicación conmocionados por el misterioso caso de Recoleta, la policía tiró abajo la puerta del misterioso departamento del que brotaba el pelo; los vecinos curiosos desenredaron la enorme montaña de cabello oscuro. Debajo de ella, no encontraron nada. 



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