—¿Te acordás la valijita esa de camping?
—Sí.
—El otro día la encontré. Andá a buscarla, está en el galponcito —ordena la tía.
Un día de noviembre, da igual si hubiera sido de marzo —no daría igual de ser diciembre o el mes de su cumpleaños—, la señorita visita una casa. Más específicamente visita el fondo de una casa, porque la casa ya la ha visitado otras veces. En verdad el fondo también, frecuentemente, pero sólo ahora le pone atención. Ignora las setenta y tres veces que hubo en medio —no significaron nada—, y compara esta última con una tarde de algún año de entre 1994 y 1998, que pasó en ese mismo patio.
A decir verdad, el de esa tardecita era el patio de otra casa, pero los patios no pertenecen a las casas, sino a las familias que los habitan, y ellos se habían ido desperdigando por la ciudad, llevándose el fondo de la casa con ellos.
Busca la señorita similitudes y diferencias en los patios.
La enamorada de los muros se desprendió por su propio peso en lo alto y dejó un amplio espacio en el que se ve la pared, ayer blanca y ahora de color gris hongo. Si se toca, se cae un pedazo. Quizás la pared no existe. Es sólo polvo y raíz de enredadera esperando ser desmoronado por la manito —ahora mano— que no se anima a tocarla, porque entiende a su uña larga y pintada de violeta tornasol como una amenaza.
Tres girasoles de esmalte sintético, que estuvieron alguna vez pintados y luminosos en la pared adyacente, ahora son un polvito amarillo sobre el suelo, y sobre la violeta de los Alpes.
La violeta hoy crece raquítica regada por el pis de los caniches. Un día creció violenta, alimentada del pekinés que descansa abajo de ella.
Nadie vaya a recordar el trágico deceso de la primera mascota familiar.
Nadie vaya a notar que un caniche es la única cosa que puede ser más fea que un pekinés. Los perros, al final, son rasgos de época.
La calesita de colgar la ropa, en otro tiempo, fue el peor pero más tentador de los escondites, porque esconderse atrás de las sábanas te deja ver los pies, pero la sensación de envolverse en la sábana enorme, húmeda, blanca y con olor a jabón no puede resignarse para esconderse abajo de una mesa. La calesita sigue estando, pero ahora tiene cosas colgadas y es un macetero vintage. El reciclaje es tal vez más feo que una cruza de caniche y pekinés. Parece que todo lo que hubo no está más, o en todo caso perdió su esencia.
Se abre la puerta, la tumba el olor a galpón.
El olor a galpón golpea y tira al suelo a cualquier alma distraída con la misma contundencia que lo haría una de las latas de pintura rancia si el estante se venciera y se le cayera a la señorita encima, o como si la escalera de doble hoja, a la que siempre le quedó una sola, perdiera el equilibrio al ser rozada por un pie.
El olor del galpón es el mismo que el del otro galpón, el de su casa, la que no puede visitar porque vive adentro, y por estar tan cerca no puede notar como cambia. El olor del galpón es el único, inconfundible, olor de todos los galpones de esa familia.
Recuerda la señorita a todas sus abuelas.
Es el olor a todo lo que tiran, a todo lo que esconden, a todo lo que ya no sirve y sobre todo a lo que se guarda porque algún día va a volver a servir, porque les costó mucho esfuerzo, y en el fondo porque le tienen cariño. Como un balde de la pintura verde agua con la que pintaron la habitación de la señorita en 1996, o la de color rosa viejo con la que decoraron la de su prima en 2002.
Es el olor del óxido de los cadáveres de las sombrillas y las reposeras que los vieron odiarse, amarse y gritarse en todas las localidades de la costa atlántica y del más allá, del verano en Brasil en el 1996. Es el olor al set de pesca que ese año no usaron. Es el olor a las maderas podridas que se guardaron para armarle la biblioteca a la sobrina. Es el olor a los papeles perdidos de la escritura del terreno, que yacen dentro de un folio, dentro de un sobre, dentro de una caja, llenos de hongos.
Rebota por su cabeza la historia completa de la familia entera.
El olor al galpón es único e inconfundible y es sólo de ellos. Les pertenece. Porque aunque fuera el mismo de todos los galpones de todas las familias de todos los universos, de todas maneras no lo sabrían, porque nadie puede, nunca, meterse en un galpón que no le pertenezca. Si alguien entra al galpón de otro, es porque ya se está metido en esa familia de cabeza, y los restos de sus vacaciones y sus reformas y de manteles reutilizados en todas sus fiestas de casamiento ya le pertenecen.
Curioso le parece a esa señorita que el olor del galpón sea el mismo aunque lo que se entierra en él se acumule con descuido, y que el resto del fondo, la pileta, el parque, la enamorada, hayan cambiado tanto a pesar del esfuerzo y la constancia de que la apariencia continúe siempre igual.
Piensa un ratito en la idea de que lo que no cambia nunca es lo que se deja crecer, y en cambio lo que quiere conservarse se desborda. Pero al rosal lo dejaron ser y se trepó a la medianera, se enamoró de los perros y después se secó. Y al limonero, a ese lo cuidaron y tuvieron éxito, esta igualito, o mejor que antes. Sale, cierra la puerta.
Vuelve triunfal la señorita con la valijita que fue a buscar.
Vuelve con la sensación de que una caja de herramientas oxidadas se le cayó en la cabeza, pero con una rara certeza de refugio. De que en veinte años, haya sido lo que fuere, de la familia, de ella, e incluso de esas casas, va a tener siempre un lugar al que volver.
Porque hay cosas que cambian y cosas que no cambian y no hay ningún tipo de lógica que permita predecirlas, pero el galpón de la familia permanece: así sea que se lo lleve en una caja a algún extremo de Asia al que se vaya a vivir cortando todo lazo, el galpón se las va a ingeniar para instalarse en cualquier cosa a la que ella decida llamar casa, así como se instaló en el fondo de la casa nueva que construyó la tía.
Así funciona. Uno se lleva un fragmento de la vida de la familia, que puede ser la valijita que la mandaron a buscar y ahora va a llevarse, esa será su piedra fundacional. Todo lo que descarte y lo que acumule de su vida, y de las que se entrecrucen con la suya, va a tomar, tarde o temprano, el mismo olor a familia, el olor a todo lo suyo y a todo lo heredado. A lo amado y a lo odiado. A lo que quiere guardarse y a lo que quiere olvidarse, que termina siendo lo mismo y que convive en el mismo lugar.
En cualquier lugar que ose llamar casa, alguna habitación o al menos un armario se las va a ingeniar para ser el galponcito, el mismo que estuvo en su casa de la infancia, en la casa de su tía, que estará en la de su hermano, que habrá estado en la de la bisabuela, que habrá venido de Italia y que seguramente, por más que lo intente, por más que cambie todo hábito y que limpie y se mude y ordene, no se va a extinguir con ella.
—Quedate vos la valijita, qué lindo recuerdo —sentencia la tía.
—Sí.
—El otro día la encontré. Andá a buscarla, está en el galponcito —ordena la tía.
Un día de noviembre, da igual si hubiera sido de marzo —no daría igual de ser diciembre o el mes de su cumpleaños—, la señorita visita una casa. Más específicamente visita el fondo de una casa, porque la casa ya la ha visitado otras veces. En verdad el fondo también, frecuentemente, pero sólo ahora le pone atención. Ignora las setenta y tres veces que hubo en medio —no significaron nada—, y compara esta última con una tarde de algún año de entre 1994 y 1998, que pasó en ese mismo patio.
A decir verdad, el de esa tardecita era el patio de otra casa, pero los patios no pertenecen a las casas, sino a las familias que los habitan, y ellos se habían ido desperdigando por la ciudad, llevándose el fondo de la casa con ellos.
Busca la señorita similitudes y diferencias en los patios.
La enamorada de los muros se desprendió por su propio peso en lo alto y dejó un amplio espacio en el que se ve la pared, ayer blanca y ahora de color gris hongo. Si se toca, se cae un pedazo. Quizás la pared no existe. Es sólo polvo y raíz de enredadera esperando ser desmoronado por la manito —ahora mano— que no se anima a tocarla, porque entiende a su uña larga y pintada de violeta tornasol como una amenaza.
Tres girasoles de esmalte sintético, que estuvieron alguna vez pintados y luminosos en la pared adyacente, ahora son un polvito amarillo sobre el suelo, y sobre la violeta de los Alpes.
La violeta hoy crece raquítica regada por el pis de los caniches. Un día creció violenta, alimentada del pekinés que descansa abajo de ella.
Nadie vaya a recordar el trágico deceso de la primera mascota familiar.
Nadie vaya a notar que un caniche es la única cosa que puede ser más fea que un pekinés. Los perros, al final, son rasgos de época.
La calesita de colgar la ropa, en otro tiempo, fue el peor pero más tentador de los escondites, porque esconderse atrás de las sábanas te deja ver los pies, pero la sensación de envolverse en la sábana enorme, húmeda, blanca y con olor a jabón no puede resignarse para esconderse abajo de una mesa. La calesita sigue estando, pero ahora tiene cosas colgadas y es un macetero vintage. El reciclaje es tal vez más feo que una cruza de caniche y pekinés. Parece que todo lo que hubo no está más, o en todo caso perdió su esencia.
Se abre la puerta, la tumba el olor a galpón.
El olor a galpón golpea y tira al suelo a cualquier alma distraída con la misma contundencia que lo haría una de las latas de pintura rancia si el estante se venciera y se le cayera a la señorita encima, o como si la escalera de doble hoja, a la que siempre le quedó una sola, perdiera el equilibrio al ser rozada por un pie.
El olor del galpón es el mismo que el del otro galpón, el de su casa, la que no puede visitar porque vive adentro, y por estar tan cerca no puede notar como cambia. El olor del galpón es el único, inconfundible, olor de todos los galpones de esa familia.
Recuerda la señorita a todas sus abuelas.
Es el olor a todo lo que tiran, a todo lo que esconden, a todo lo que ya no sirve y sobre todo a lo que se guarda porque algún día va a volver a servir, porque les costó mucho esfuerzo, y en el fondo porque le tienen cariño. Como un balde de la pintura verde agua con la que pintaron la habitación de la señorita en 1996, o la de color rosa viejo con la que decoraron la de su prima en 2002.
Es el olor del óxido de los cadáveres de las sombrillas y las reposeras que los vieron odiarse, amarse y gritarse en todas las localidades de la costa atlántica y del más allá, del verano en Brasil en el 1996. Es el olor al set de pesca que ese año no usaron. Es el olor a las maderas podridas que se guardaron para armarle la biblioteca a la sobrina. Es el olor a los papeles perdidos de la escritura del terreno, que yacen dentro de un folio, dentro de un sobre, dentro de una caja, llenos de hongos.
Rebota por su cabeza la historia completa de la familia entera.
El olor al galpón es único e inconfundible y es sólo de ellos. Les pertenece. Porque aunque fuera el mismo de todos los galpones de todas las familias de todos los universos, de todas maneras no lo sabrían, porque nadie puede, nunca, meterse en un galpón que no le pertenezca. Si alguien entra al galpón de otro, es porque ya se está metido en esa familia de cabeza, y los restos de sus vacaciones y sus reformas y de manteles reutilizados en todas sus fiestas de casamiento ya le pertenecen.
Curioso le parece a esa señorita que el olor del galpón sea el mismo aunque lo que se entierra en él se acumule con descuido, y que el resto del fondo, la pileta, el parque, la enamorada, hayan cambiado tanto a pesar del esfuerzo y la constancia de que la apariencia continúe siempre igual.
Piensa un ratito en la idea de que lo que no cambia nunca es lo que se deja crecer, y en cambio lo que quiere conservarse se desborda. Pero al rosal lo dejaron ser y se trepó a la medianera, se enamoró de los perros y después se secó. Y al limonero, a ese lo cuidaron y tuvieron éxito, esta igualito, o mejor que antes. Sale, cierra la puerta.
Vuelve triunfal la señorita con la valijita que fue a buscar.
Vuelve con la sensación de que una caja de herramientas oxidadas se le cayó en la cabeza, pero con una rara certeza de refugio. De que en veinte años, haya sido lo que fuere, de la familia, de ella, e incluso de esas casas, va a tener siempre un lugar al que volver.
Porque hay cosas que cambian y cosas que no cambian y no hay ningún tipo de lógica que permita predecirlas, pero el galpón de la familia permanece: así sea que se lo lleve en una caja a algún extremo de Asia al que se vaya a vivir cortando todo lazo, el galpón se las va a ingeniar para instalarse en cualquier cosa a la que ella decida llamar casa, así como se instaló en el fondo de la casa nueva que construyó la tía.
Así funciona. Uno se lleva un fragmento de la vida de la familia, que puede ser la valijita que la mandaron a buscar y ahora va a llevarse, esa será su piedra fundacional. Todo lo que descarte y lo que acumule de su vida, y de las que se entrecrucen con la suya, va a tomar, tarde o temprano, el mismo olor a familia, el olor a todo lo suyo y a todo lo heredado. A lo amado y a lo odiado. A lo que quiere guardarse y a lo que quiere olvidarse, que termina siendo lo mismo y que convive en el mismo lugar.
En cualquier lugar que ose llamar casa, alguna habitación o al menos un armario se las va a ingeniar para ser el galponcito, el mismo que estuvo en su casa de la infancia, en la casa de su tía, que estará en la de su hermano, que habrá estado en la de la bisabuela, que habrá venido de Italia y que seguramente, por más que lo intente, por más que cambie todo hábito y que limpie y se mude y ordene, no se va a extinguir con ella.
—Quedate vos la valijita, qué lindo recuerdo —sentencia la tía.
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