En este verano que se quiere morir, creció tres veces el río. Y del peligro y de alguna glándula del cuerpo; de la unión de esas dos cosas, se creó una adrenalina que no paro de gozar. ¿Sabés qué? El miedo es antónimo del olvido y el olvido nos da pánico; te daba pánico, a mí también.
Con la primera crecida, allá en Iruya, bajamos del micro y corrimos; dimos tres vueltas al pueblo entero en subida y en bajada sin sentir ni un poco de fatiga en los pies.
Con la crecida del Quilpo no pasó nada, hasta que después, retardada, con delay, se formó una aventurita de pesadilla; una hora horrible, un pensar por un minuto en llamar al helicóptero de rescate... ¿Sabés qué? Eso es, no vas a poder negarmelo, lo que vamos a buscar a los viajes, a todas partes. Cosas para contar. Cosas que no se olviden, cuando hayan pasado los años y se nos haya borrado esta vida estable que tanto trabajo y sustancias saludables nos costó. Cosas que importen: y si importan por trágicas y aterradoras, que así sea. Que lo que importaba no era eso.
El río creció de nuevo porque toda corriente que se retira vuelve con más fuerza y ya disfruto de la adrenalina que me provoca la certeza de dolor. Porque es certeza, es tan cierta como que el otro día las chicas estaban perdidas; certeza absoluta porque no podía verlas y no había ninguna explicación posible. ¿A quién le parece posible la mentira? ¿A quién le parece posible que la vida vaya a derrubársele por pasarse un detalle por alto?
Todo lo que el río vaya a arrastrar con él cuando baje de nuevo la corriente, tiene al lecho sin cuidado; porque el lecho sabe que, si bien el río se va y el lecho queda, el lecho en verdad, la tierra en sí, es arrastrada, y cuando el río se vaya, cuando te vayas o cuando digas que no volviste, que las aguas no vuelven porque son otras aguas; no soy yo, no es mi cuerpo, no es el lecho el que sufre la erosión.
Porque de mí tampoco, de esa mí no queda nada.
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