Escuchamos sobre la maldición apenas llegamos a Cachi, pero no le prestamos atención hasta mucho tiempo después.
Apenas bajamos del micro en el que llegamos dormidos, hicimos algún chiste sobre que todos los caminos terminaban en la plaza, y ninguno llegaba a una salida. Cuando preguntamos cómo llegar a algún pueblo cercano o al río, o dónde podíamos sacar un pasaje a Cafayate, nadie nos respondía, o nos decían que mejor nos quedábamos, que los caminos a pie eran muy largos y las rutas muy peligrosas.
Yo creo que la maldición ya nos andaba buscando, pero todavía no nos había caídos encima. Algo habremos hecho esa noche, porque ahí sí que cayó sobre nosotros.
Dicen que fue porque tres veces nos negamos a escuchar los consejos de los que sabían. Primero, un muchacho que tocaba la quena trató de advertirnos, pero como turistas tontos que éramos, nos burlamos de él.
Después quiso advertirnos el señor que nos daba hospedaje, pero sólo lo oímos hablar de hosteles en Cafayate, y nos distrajimos cuando nos advirtió sobre el pueblo y sus maldiciones.
Por último, para que cualquier viajero sordo tuviera que escuchar obligado las prohibiciones que los espíritus hacían en el pueblo, las gritaba en la plaza una coplera, en rima y acompañada por su tambor, pero de nuevo nos tapamos los oídos.
Tratamos de salir en bicicleta, pero el camino nos devolvió. Intentamos a pie, pero nadie pudo darnos unas indicaciones que no terminasen en precipicios sin salida.
Volvimos a consultar por los pasajes para salir en micro por la ruta cuarenta, y ahí fue que los pueblerinos, que hasta ese momento se divertían riéndose de nosotros, se apiadaron y con paciencia nos explicaron lo que pasaba.
―Cuando llega un distraído al pueblo, no escucha los mandatos de los espíritus, entonces les cae la maldición, y se quedan para siempre en la plaza, porque salir ya no pueden.
Miramos con ojos nuevos la plaza en la que esos días habíamos pasado la mayor parte de las horas, y los vimos. Pares de ojos por todos lados; en los árboles, en los bancos, en las hamacas y hasta en el suelo, de almas que no podían salir de ahí.
Alguien propuso escapar navegando por el río y hasta un par pensaron en los ovnis. Pero los ojos de los malditos, pegados a los faroles, a las ramas y a las piedras, dejaban claro que no había nada que hacer.
Ahora nos vamos acostumbrando a nuestro destino De día nos camuflamos entre las personas que se acercan a la plaza con el mate, con un helado o una guitarra; algunos del pueblo, algunos niños, algunos turistas.
Por la noche somos esos ojos que lo ven todo y que le dan al pueblo su aire amarillo de misterio.
De a ratos dormimos, y de a ratos pensamos teorías sobre qué hicimos para enojar a los espíritus y recibir esta maldición.
Algunos dicen que les cayó por reírse o fumar en el cementerio, por beber en la iglesia o por besarse delante de los rosales de la casa de una vieja solterona. Otros hablan de extraterrestres, y algunos dicen que el mal nos lo arrojó a todos la coplera que cantaba en la plaza, que se enojó porque nos burlábamos de ella.
Yo a veces coincido con la teoría de los ovnis y a veces con la de la coplera; pero otras veces, cuando veo nuestros ojos brillando entre los faroles, pienso que cada uno arrastró a este pueblo una maldición que traía de antes, o que la maldición fue una excusa para quedarnos acá.
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