—Lo reeditaron, y está en oferta.
—¿Qué?
—Que está en oferta, me habías preguntado hace unos meses y ni se editaba. Ahora, viste, como se murió, salió de nuevo, y esa editorial la tenemos toda con descuento.
El librero se acuerda de lo que yo quería, y yo no. Yo agarré cualquier libro de la mesa en la que siempre están los de comunicación y de semiótica, y le paso los dedos por el lomo y por los bordes de las hojas, sin ver ni qué título es. Miro por la ventana el frente de la facultad y pienso en el dos mil diez y siete, porque qué importa que falten dos años, a mi me encanta pensar en cosas que no están.
—Hay un montón de comunicación en la mesa, fijate, si te llevas varios te hago un descuento más.
Que están en oferta todos los de Gedisa, me dice, y yo pienso que cómo le explico, que ahora no me importa más la semiosis social. Que le había dicho que lo quería y que si conseguía uno, porque no se editaba, que me lo trajera, que no importaba que el precio era un delirio, que lo quería. Y cómo le digo ahora que no se lo voy a pagar doscientos pesos.
—¿Eras vos, o no, que me lo habías pedido?
El librero sabe mucho de mí, ahora va a saber también que las cosas que me parecen de vida o muerte al tiempo ya no captan ni un poco mi interés, que no me acuerdo de lo que digo y no soy responsable por lo que pido. Sabe también que el cuatrimestre pasado, según sus propias palabras "me maté con filosofía de la estética", que me quemé la cabeza. Quizás adivinaba que me quería quemar literalmente el cerebro, no pensar nunca más en nada, y mi forma de hacerlo era intentar entender el sentido del arte.
—Cualquier cosa decime.
Se resigna. Ya debe entender todo, ya debe saber que no le voy a comprar ningún libro, porque ya debe entender quien soy. La piba que estaba obsesionada por el lenguaje; después por el arte, pero ahora, ahora no puede pensar en nada, sólo en la mancha de humedad que crece y crece en la pared del frente de la facultad, que se parece a otra mancha de humedad, a una que está en un lugar del que quiere escaparse, y que era un lugar del que, pensaba, a menos que la echaran, no iba a querer irse nunca.
La piba que ahora tiene la certeza absoluta de que nunca más va a poder interesarse por nada (aunque tal vez vuelva en diez minutos, a pedir alguna lista infinita de libros raros sobre antropología).
La piba se va. Y el libro, que ayer era imposible de conseguir, completamente agotado, ahora estaba ahí, y ella se iba, lo abandonaba en la mesa.
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