13.11.13

Desidentizarse

Catarsis. Porque aunque la catarsis no pueda ser nunca interesante, es siempre bella. Quizás porque no podemos negar que hay una estética irrefutable en el dolor ajeno. 
No es lo mismo la angustia que la experiencia del horror. La angustia no tiene objeto. Y ese es el punto. Vacío por el vacío. El nudo en la panza, ¿es cultural?
Se levanta una mañana y dice que se va a Rusia. Y se va. ¿y quién se puede bancar vivir con alguien así? No les gusta a los humanos la incertidumbre, y no la toleran cuando nace de la voluntad. No está bien vista la elección de ser incierto. Como si nos hiciera creer que vinimos para prometer.
Ingenuidad, vestido de la humanidad para pensarse humana. No hay certeza de que alguien vaya a estar mañana sólo por decisión. Eso si era horror: el insomnio de la infancia pensando que el techo se iba a caer sobre mi cama, o sobre la de mamá. ¿Porqué un poco de madera iba a sostenerse infinitamente sobre nosotros sin caerse, sin aplastarnos? 
El azar de lo inconmensurable se soporta. Se niega. El azar por decisión propia, no. Como si, a pesar de decirnos modernos y ateos, aceptáramos el azar como designio divino, como decisión de algo trascendental sobre nosotros, como si no se tratara realmente de azar. Pero el azar por decisión voluntaria se torna insoportable, incompatible con la hipocresía que la sociedad, la convivencia, el cariño como puesta en escena para soportar la vida, demandan.
Hay que justificarse por donde uno pone los pies. Como si fuera justificado comerse un tomate en vez de una berenjena o tomarse el subte en vez de caminar, pero esos detalles son más fáciles de justificar en la imaginación del otro. Irse porque sí no se justifica ni siquiera si se admite que se escapa. Escapar por el mero hecho de hacerlo no está contemplado, como si el escape debiese contemplar un nueva contención, no sea cosa que no haya de dónde querer escapar después. 
Pero de un paréntesis, de un acto, de una puesta en escena, de un juego, no hay porqué escaparse. Escapar es necesario, o prometedor, cuando la existencia se nos quiere hacer creer infinita: cuando se nos hace prometer. Estamos obligados a prometer que vamos a seguir existiendo, y de la misma manera en que lo hacemos, o al menos en la que se espera que lo hagamos, o de alguna manera que pueda ser esperada, mesurable, pasible de encajar en las rutinas de los demás.
La queja sobre la rutina es el más ingenuo intento frustrado de acto crítico de los que no se saben quejar. La rutina no es hacer siempre lo mimsmo, la rutina es prometer que mañana van a encontrarte en el mismo lugar. La rutina es la palabra esclavizante. 
Idea que cada vez se me presenta más irrefutable. Las palabras no liberan, porque la palabra promete. Incluso el relato, promete que algo fue, y que tuvo un efecto que debería perdurar. La palabra encierra, coarta, y es tan determinante que la misma lucha en su contra parte de ella. La palabra es irrenunciable, es la adicción humana más fuerte, la primera. No se puede dejar de hablar. O algunas monjas de clausura lo hacen. Algunas deben estar gastándose en hablarle a Dios pero algunas quizás entendieron todo. La decisión de no hablar y no encerrarse, por otro lado, no está contemplada.  ¿Porqué? ¿Necesidad, pragmatismo? No creo. Es que no está permitido vivir sin repetir todo el tiempo quién vas a ser mañana. Nos dijeron que identidad era algo bueno. ¿Que había de bueno prometer todos los días que seguirías siendo vos? ¿Quién está conforme con su rostro? ¿Quien quiere tener el mismo mañana?
¿Pero quien no sede a quedarse en su disfraz solo para no atravesar el horror, mañana, de levantarse y no encontrar nada conocido?
Estúpidos que tenemos más miedo del horror que del vacío.  

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