La reina-bruja tenía un castillo en su cabeza, "el reino de mi imaginación", decía, y me invitó a pasar.
—Lo que quieras, menos mirar para afuera—, me advirtió. El palacio era el lugar más bello que alguien pueda imaginar: figúrense, quedaba dentro de una mente. Y no cualquiera; mente de bruja y de reina.
Pero no es necesario decir que, sin hacer caso, mirando por una oreja, me asomé: la historia de siempre, la manzana mordida, la caja de Pandora. ¿Quién quiere lo que tiene?
Ni siquiera se enojó. —Otro humano tan humano—, me dijo con un suspiro. —Ahora que viste más allá, te vas a tener que ir. —
Me entristecí, no voy a negarlo. Pero no me arrepiento. Afuera, por un instante, con mi imaginación encendida, nos pude ver. La reina y yo, caminando por el bosque, llenando de frutillas una cesta, arrancando champiñones como los de los cuentos de hadas. Y lo más lindo, la reina, pero no la reina oscura de adentro de su mente; la reina iluminada por un rayo de sol.
—Si me hubieras hecho caso...—Me despidió con pena. Y me abrió otra puerta. Pasé a un jardín. Estaba repleto de hombres y mujeres tristes, y la contradicción era inmensa. La belleza reinante era aún mayor que la del palacio, pero el dolor en el aire, insoportable. Una jovencita me dio la bienvenida. Le pregunté, con consternación, dónde estabamos. ¿El infierno? ¿Un castigo?
—Nada de eso. El infierno y el cielo son los dos adentro, y los dos acá afuera. Adentro el infierno de la conformidad, y afuera el infierno de la desilusión. Adentro el cielo de la tranquilidad, y afuera el cielo de saber que la ilusión, después de rota, después del llanto, aún es más bella—.
Y así me recibió, a mi entender, en el único de los dos lugares que podría soportar durante la eternidad entera.
Esta es una historia para leer en el subte.
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