18.7.14

Mal pintada

Yo conocí Londres y soy afortunada, muy pocas de mi clase lo hacen. Lo logran algunas de las más finas, las que tienen escudos y labrados, pero las comunes, las que estamos pintadas de algún color que se va saltando y nos deja ver el cuerpo plateado y desnudo, nunca vamos más lejos que Córdoba, las Cataratas, con suerte el Sur.
Pero después de ese viaje, de dos semanas de gloria en las que decenas de Ingleses elegantes me probaban y se maravillaban de mí, quedé recluida en un cajón húmedo y oscuro, rodeada de otras como yo, y sólo me sacaban cada tanto para pasarme de mano en mano y de boca en boca en las peores tardes de invierno, para encerrarme otra vez a la noche.
Hasta que llegó ella. Me sacó un día de la oscuridad, me lavó, me abrió y me limpió por dentro y me volvió a armar, me dejó secarme con el aire de una noche de verano y después volvió a buscarme. Puso la yerba en un mate grande de calabaza y puso un chorrito de agua fría con delicadeza para prepararme el lugar. Me acarició con agua en el punto justo, sin quemarme, y yo la acompañé durante tardes y noches interminables. Su boca era la más suave que me había probado en la vida. Todas las madrugadas me dejaba afuera, libre, secándome con el aire de las noches estrelladas. Un día me puso en su bolso, junto con el mate de calabaza. Nos fuimos de viaje. Disfruté esos días como nunca. No me usaba mucho pero me llevaba de acá para allá, me hacía lugar en un bolsillo para que duerma, me traía amigos llaveros o destapadores con forma de botellita de cerveza y un imán. A veces me sacaba un rato y me compartía con una o dos personas que pasaban por ahí. Y nos acostumbramos a vivir así, juntas, de un lado a otro, viajando por todo el país. Hasta que la vio.
Ella apareció de la nada, incrustada en un mate rojo de silicona con lunares negros y blancos. Toda de diseño, con un corazón tatuado cerca de los labios. Primero me reemplazó, pero sin abandonarme. Me dejó encerrada en un bolsillo mientras a ella la sacaba de acá para allá, pero seguimos las tres en viaje. Hasta que la bombilla de diseño terminó de desplegar sus tácticas de conquista y la convenció de abandonarme. Tuvo la sutileza de no tirarme a la basura, me regaló a un uruguayo que se ve que había perdido la suya. El chico se tomó dos mates y se olvidó de mí, como también se debe haber olvidado de llamarla a ella cuando volvió a Montevideo.
Y así terminaron mis días, oxidándome al costado de una mesa de camping, medio enterrada en el barro. Quizás me entierre del todo una lluvia y esta sea mi tumba, o quizás alguien me encuentre y me tire a la basura. Pero me muero contenta, porque conocí Londres, a pesar de haber sido una bombilla barata de las que vienen gratis con un mate de plástico, mal pintada con esa laca al tono que se salta y te deja medio desnuda.


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