Le vendí el alma al diablo (un alma marcuseana: mi capacidad de ilusión). Me estafó como los mafiosos queribles del cine (con un juego de palabras). Me prometió secarme las lágrimas. Y eso a mi alma ilusa le sonaba a metáfora, a vivir sin angustia, como si para llorar fuera necesario derramar agua salada. Cumplió estrictamente, no se llevó más que la ilusión, el agua y la sal.
A veces, por un rato, me las presta algún dios pagano. Dionisio del vino. Pero la ilusión es más compleja, no hay diosas griegas para ella. Y así voy a atravesar el último oasis: con algún llanto no muy sobrio y chicles de mandarina. Y después me voy a perder en el desierto, arena infinita.
(de verdad infinita,
porque consciente entregué mi alma ilusa,
y el futuro perdió su contorno.
Y consciente me entrego.
Ojalá te sobre, después de todo este lío, alguna gana de venirme a buscar.)
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