2.8.13

Cornisa

A mí no me gustan las personas cuando están en los museos. Sí cuando están en los museos de arte. Pero no cuando están en esos lugares donde uno va a exponerse a sí mismo. No me gustan de fiesta y arreglados, me interesan las personas cuando están trabajando, cuando están a punto de rendir un examen, cuando están durmiendo en el colectivo, cuando están subrayando un libro de historia medieval: cuando no pueden prestarme atención.
La casa va a estar sola y voy a ponerme un jean y algo más o menos lindo. Me gusta más cómo me queda la ropa de todos los días que un vestido, y está elegida con más cuidado. El invierno simbiótico va a haber dejado lugar a un par de meses apurados, de pensar mucho y pensar poco (después te explico las dos connotaciones opuestas de esa palabra). 
Y no puedo terminar el relato: no manejo lo que puede pasar en el futuro inmediato. Me imagino futuros lejanos, muchos, algunos más malos y otros mejores. Pero no hay forma de que se me ocurra como va a ser el nexo que me una  a mí, que paso de épocas tildada a épocas a las corridas, con mi yo del futuro. 
Siempre pensé que no importaba porque esos eslabones que conducen las historias se daban de alguna forma espontánea. Me dijiste que no hace poquito, en un recuerdo de algo que nunca pasó, en el que abría un cajón buscando algo muy concreto y no había nada. Y la espontaneidad no existía. Hay cierta parte de las historias, un principio que parece que sí o sí tiene que ser forzado, a la que no le encuentro la vuelta. El plan es siempre el mismo y siempre falla, y es tan difícil pensar otro, que es un pensamiento que siempre bordeo pero en el que no me dejo caer.

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