24.5.16

10. El del 29

A los ocho años, luego de interpretar a un candelero en el acto del 25 de mayo, Norberto informó: “voy a ser actor”. "Todos los trabajos son de actor", le respondió su mamá. Y así interpretó el papel que le tocó en la vida, el de chofer del 29. Dirige y protagoniza su propia obra, en la que las calles del centro que se llenan de zapatos negros de día  y zapatos rotos de noche son una escenografía desmontable. 

Las chicas que no le dejan el asiento a las señoras haciéndose las que estudian son las villanas, y él es el héroe, que lleva gratis a un señor que se perdió porque las calles de La Boca estaban cortadas por el partido, y que rescata a la tonta que colgó y no sabe que llegó a Libertador porque está mandando mensajitos con el celular. Un señor aburrido le da charla y él le habla de los billares de Buenos Aires. Le cuenta una historia y un chiste, y sonríe, porque su mamá tuvo razón.


9. Todos los galpones

—¿Te acordás la valijita esa de camping?

—Sí.

—El otro día la encontré. Andá a buscarla, está en el galponcito —ordena la tía.

Un día de noviembre, da igual si hubiera sido de marzo —no daría igual de ser diciembre o el mes de su cumpleaños—, la señorita visita una casa. Más específicamente visita el fondo de una casa, porque la casa ya la ha visitado otras veces. En verdad el fondo también, frecuentemente, pero sólo ahora le pone atención. Ignora las setenta y tres veces que hubo en medio —no significaron nada—, y compara esta última con una tarde de algún año de entre 1994 y 1998, que pasó en ese mismo patio. 
A decir verdad, el de esa tardecita era el patio de otra casa, pero los patios no pertenecen a las casas, sino a las familias que los habitan, y ellos se habían ido desperdigando por la ciudad, llevándose el fondo de la casa con ellos.

Busca la señorita similitudes y diferencias en los patios.

La enamorada de los muros se desprendió por su propio peso en lo alto y dejó un amplio espacio en el que se ve la pared, ayer blanca y ahora de color gris hongo. Si se toca, se cae un pedazo. Quizás la pared no existe. Es sólo polvo y raíz de enredadera esperando ser desmoronado por la manito —ahora mano— que no se anima a tocarla, porque entiende a su uña larga y pintada de violeta tornasol como una amenaza.
Tres girasoles de esmalte sintético, que estuvieron alguna vez pintados y luminosos en la pared adyacente, ahora son un polvito amarillo sobre el suelo, y sobre la violeta de los Alpes. 
La violeta hoy crece raquítica regada por el pis de los caniches. Un día creció violenta, alimentada del pekinés que descansa abajo de ella. 

Nadie vaya a recordar el trágico deceso de la primera mascota familiar. 

Nadie vaya a notar que un caniche es la única cosa que puede ser más fea que un pekinés. Los perros, al final, son rasgos de época.
La calesita de colgar la ropa, en otro tiempo, fue el peor pero más tentador de los escondites, porque esconderse atrás de las sábanas te deja ver los pies, pero la sensación de envolverse en la sábana enorme, húmeda, blanca y con olor a jabón no puede resignarse para esconderse abajo de una mesa. La calesita sigue estando, pero ahora tiene cosas colgadas y es un macetero vintage. El reciclaje es tal vez más feo que una cruza de caniche y pekinés. Parece que todo lo que hubo no está más, o en todo caso perdió su esencia.

Se abre la puerta, la tumba el olor a galpón.

El olor a galpón golpea y tira al suelo a cualquier alma distraída con la misma contundencia que lo haría una de las latas de pintura rancia si el estante se venciera y se le cayera a la señorita encima, o como si la escalera de doble hoja, a la que siempre le quedó una sola, perdiera el equilibrio al ser rozada por un pie. 
El olor del galpón es el mismo que el del otro galpón, el de su casa, la que no puede visitar porque vive adentro, y por estar tan cerca no puede notar como cambia. El olor del galpón es el único, inconfundible, olor de todos los galpones de esa familia. 

Recuerda la señorita a todas sus abuelas.

Es el olor a todo lo que tiran, a todo lo que esconden, a todo lo que ya no sirve y sobre todo a lo que se guarda porque algún día va a volver a servir, porque les costó mucho esfuerzo, y en el fondo porque le tienen cariño. Como un balde de la pintura verde agua con la que pintaron la habitación de la señorita en 1996, o la de color rosa viejo con la que decoraron la de su prima en 2002.
Es el olor del óxido de los cadáveres de las sombrillas y las reposeras que los vieron odiarse, amarse y gritarse en todas las localidades de la costa atlántica y del más allá, del verano en Brasil en el 1996. Es el olor al set de pesca que ese año no usaron. Es el olor a las maderas podridas que se guardaron para armarle la biblioteca a la sobrina. Es el olor a los papeles perdidos de la escritura del terreno, que yacen dentro de un folio, dentro de un sobre, dentro de una caja, llenos de hongos. 

Rebota por su cabeza la historia completa de la familia entera.

El olor al galpón es único e inconfundible y es sólo de ellos. Les pertenece. Porque aunque fuera el mismo de todos los galpones de todas las familias de todos los universos, de todas maneras no lo sabrían, porque nadie puede, nunca, meterse en un galpón que no le pertenezca. Si alguien entra al galpón de otro, es porque ya se está metido en esa familia de cabeza, y los restos de sus vacaciones y sus reformas y de manteles reutilizados en todas sus fiestas de casamiento ya le pertenecen. 
Curioso le parece a esa señorita que el olor del galpón sea el mismo aunque lo que se entierra en él se acumule con descuido, y que el resto del fondo, la pileta, el parque, la enamorada, hayan cambiado tanto a pesar del esfuerzo y la constancia de que la apariencia continúe siempre igual. 
Piensa un ratito en la idea de que lo que no cambia nunca es lo que se deja crecer, y en cambio lo que quiere conservarse se desborda. Pero al rosal lo dejaron ser y se trepó a la medianera, se enamoró de los perros y después se secó. Y al limonero, a ese lo cuidaron y tuvieron éxito, esta igualito, o mejor que antes. Sale, cierra la puerta.

Vuelve triunfal la señorita con la valijita que fue a buscar.

Vuelve con la sensación de que una caja de herramientas oxidadas se le cayó en la cabeza, pero con una rara certeza de refugio. De que en veinte años, haya sido lo que fuere, de la familia, de ella, e incluso de esas casas, va a tener siempre un lugar al que volver. 
Porque hay cosas que cambian y cosas que no cambian y no hay ningún tipo de lógica que permita predecirlas, pero el galpón de la familia permanece: así sea que se lo lleve en una caja a algún extremo de Asia al que se vaya a vivir cortando todo lazo, el galpón se las va a ingeniar para instalarse en cualquier cosa a la que ella decida llamar casa, así como se instaló en el fondo de la casa nueva que construyó la tía. 
Así funciona. Uno se lleva un fragmento de la vida de la familia, que puede ser la valijita que la mandaron a buscar y ahora va a llevarse,  esa será su piedra fundacional. Todo lo que descarte y lo que acumule de su vida, y de las que se entrecrucen con la suya, va a tomar, tarde o temprano, el mismo olor a familia, el olor a todo lo suyo y a todo lo heredado. A lo amado y a lo odiado. A lo que quiere guardarse y a lo que quiere olvidarse, que termina siendo lo mismo y que convive en el mismo lugar. 
En cualquier lugar que ose llamar casa, alguna habitación o al menos un armario se las va a ingeniar para ser el galponcito, el mismo que estuvo en su casa de la infancia, en la casa de su tía, que estará en la de su hermano, que habrá estado en la de la bisabuela, que habrá venido de Italia y que seguramente, por más que lo intente, por más que cambie todo hábito y que limpie y se mude y ordene, no se va a extinguir con ella.

—Quedate vos la valijita, qué lindo recuerdo —sentencia la tía.


8. Paréntesis

El primer gesto de interés fue mínimo: correr dos milímetros una silla en el bar, para sentarse más cerca. Así empezó todo. 

El primer gesto de hastío también fue minúsculo: sirvió un poco menos de café, para que terminaran más rápido de tomarlo y volvieran cada uno a sus cosas.

Fueron, como los paréntesis, dos signos mínimos que marcaron el principio y el final de un recreo en sus existencias.


7. No se querían ni un poco

No se querían ni un poco, pero a veces se acompañaban a fumar un cigarrillo o se tomaban un café. 
No se querían ni un poco, pero a veces era ameno tener una charla a media tarde, aunque a ella no le importaran sus proyectos y a él le aburriesen los mambos de ella. 

No se querían ni un poco, pero siempre se encontraban en el supermercado porque los dos pasaban por el chino cuando salían de la oficina para comprar alguna cosa para sobrevivir. No se querían ni un poco, pero una vez él andaba triste y ella con ganas de tomarse una cerveza. No se querían ni un poco, pero era obvio que esa noche ella tenía ganas de ir a cualquier lado menos a dormir sola. 

No se querían ni un poco, pero ese año hizo mucho frío desde mayo. No se querían ni un poco, pero hubo mucho trabajo en junio y se hicieron compañía cuando ninguno tenía tiempo para andar viendo qué pasaba en el mundo exterior.  No se querían ni un poco, pero ella leyó que el cuerpo a veces arrastraba tras de sí el alma. Se lo dijo un día, y él le dijo que era tan aburrida cuando empezaba con la filosofía. Ella se convenció de que también tenía que ser posible al revés. 

Se querían un poco, pero era agotador remontar tantas cagadas que se habían mandado desde el principio. Se querían un poco, pero mezclar con el trabajo no daba. Se querían un poco, pero en septiembre volvió su ex de un viaje muy largo por América Latina. Se querían un poco, pero en octubre estaban demasiado lindas las tardes como para quedarse haciendo horas extras. 

Se querían un poco, pero charlar siempre fue algo que no les salía. Se querían un poco, pero estaban cerca demasiadas horas.

Se habían querido un poco, pero cuando llegó diciembre ya ni se acordaban. 



6. Joven N°32

El comité terrestre n° 8 notifica al comité superior de estudios humanos  del siguiente caso: 
Un joven despertó por la mañana del ocho de mayo respondiendo al oficio de "quiosquero", entiéndase por ello quien dispensa productos compuestos por azúcar y nicotina y cubiertos por envoltorios de colores y celofán. 

El mismo joven se transformó por la tarde en lo que los humanos denominan un "estudiante", es decir, quien carga con gran cantidad de papeles en una mochila.

Más entrada la noche, el joven, que llamaremos "joven n°32" adoptó la labor de "un vago", es decir, se sentó cerca de una botella con cerveza junto a otros humanos, alternando sus actividades entre conversar, reír y beber.

Por la noche, el joven n°32 mutó nuevamente de actividad, tomando el rol de "amante", es decir, quien realiza intercambios simbólicos y no simbólicos con un (1) sólo humano en términos de exclusividad. El joven n°32 repitió las mismas actividades durante los días nueve de mayo, diez de mayo, y todos los restantes días de mayo, y junio, y julio.

El comité reporta que todos sus miembros se aburrieron terriblemente de investigarlo y debieron interrumpir el estudio de su caso, puesto que la repetición se volvía insoportable. Los miembros del comité no consideran necesitar un reemplazo, ya que no creen que estudiar al sujeto aporte ningún tipo de conocimiento útil; sin embargo, se colocan a la entera disposición del comité superior para realizar un trabajo profuso de "observación participante" acerca del momento del día correspondiente a la labor de “un vago”.  

Atentamente, 

Comité n°8 de asuntos terrestres.




Marciano

Explicale a un marciano lo que es el mundial, con todos los detalles, con su historia, con lo que significa, con geografía y con un poco de historia del mundo para contextualizar; y después explicale Facebook y la foto de un argentino con remera de Inglaterra anunciando que se va para allá. Explicale a un marciano tu tristeza por haber nacido cuando ya no podés ir a explorar un nuevo continente y todavía no podés ir a explorar un nuevo planeta. Explicale a un marciano, después, algunos conceptos abstractos, y tratá de explicarle la diferencia entre el amor y un auto, la libertad y un perro, la felicidad y el fitoplanton. Pedile, por último, perdón por llamarlo extraterrestre en lugar de cogaláctico, aceptá que te secuestre en su ovni, que te agarre síndrome de estocolmo y dale las gracias por sacarte de este lío.



5. Perderse

La chica sin nombre se despertó una noche sin haber dormido. El día sería más largo de lo esperado, porque empezaría esa noche y no terminaría nunca. Debajo de la cama estaban sus botas azules, las que usaba para no ir a ningún lado. Subió en ellas sus pies, abajo estaba el piso que se empezó a quedar atrás.

Alguien la esperaba hoy, o la esperaba un mundo. “Cada persona es un mundo” pensó, porque cada persona ve en este lugar, material pero invisible, un universo diferente que se le aparece sólo a él. De todas formas, el mundo que la esperaba hoy parecía en un principio bastante sólido y real.

Tropezó con la frontera de la puerta y se le cruzó una vereda de lo más normal, llena de pies que se esquivaban con sus pies, papeles que volaban y todas esas cosas. Cruzó una de esas calles con nombres de personas que jamás las pisaron, y se preguntó si ese hombre, que había respondido a ese nombre, habría sentido alguna vez que no sabía para donde iba, porque una cosa era que le pase a ella, y otra era primero perderse y después convertirse en calle para que otro se pierda en vos.

Siguió caminando por encima de ese hombre, hasta que en la esquina se cruzó con un país que quedaba un poquito más arriba en el mapa que el suyo y siguió por ahí.  Miró con una nueva curiosidad las cosas que veía todos los días. Las rejas delante de las casas, de los balcones y de las ventanas. Los vidrios detrás de las rejas y las cortinas detrás de los vidrios, y de todas formas se podía adivinar siempre lo que había tras las paredes: mesas, sillas, cocinas, lavarropas, camas, alfombras y actores desempeñando sus papeles en la rutina. Cerró los ojos y avanzó adivinando el camino, se tropezó y se lastimó las rodillas.

Se levantó, y recuperada del golpe tuvo ganas de correr. Aumentó la velocidad con una mano extendida rozando la pared como hacen los chicos. Se rayó los dedos con las piedritas y revoques hasta que le dolieron, y de repente una pared faltaba. Pasó dando saltitos a esa habitación, caminó por encima de una mesa rodeada de sillas esquivando un florero, dos platitos y una taza de té, pero pisó un vaso y lo rompió. Se escapó por la ventana con algunos vidrios clavados en el pie.

Del otro lado había una avenida. Carteles y bocinas, ruidos y personas, ruedas y motores, puertas que se abrían y se cerraban escondiendo a la gente y dejándola visible otra vez, autos, colectivos y personas que transitaban las calles sin ver. Caminó infinitas cuadras iguales, subió en colectivos y volvió a bajar, fue para un lado y para otro, entró en edificios, subió escaleras, bajó por ascensores. Salió de nuevo, volvió a las calles,  pasó las horas. Se olvidó de preguntarse de donde venía y para dónde iba, se limitó a avanzar y elegir el camino sin pensar. Se olvidó de la persona que la esperaba esa mañana, a lo mejor se cruzaron y ella distraída no lo notó, tal vez la acompañaba sin que ella lo registre o quizá él también se había perdido por el camino.

La noche empezó a caer sobre el día gris y las luces empezaron a prenderse, las personas se multiplicaban, los ruidos se potenciaban, las ruedas se apuraban y ella dobló en una esquina.

Trajes, botas, tapados y sombreros avanzaban hacia ella calzados en esas personas que caminaban sin ver y sin pensar, eran como un ejército de robots, cada uno cumpliendo con su papel de forma automática, caminando hacia ella con furia y a punto de embestirla.  Los esquivó cuanto pudo, pero no pudo evitar los choques y las sacudidas, golpes y tropezones. Se fijó en algunos de los soldados, cada uno era la ropa que llevaba puesta: la chica del gorrito, el nene de la campera gigante, la señora de tapado y medias, el hombre de la boina, el chico de la mochila que dice París. Al final, golpeada y cansada, optó por dejar de prestarles atención. Caminó sin mirar como hacían ellos, pero aunque lo intentó jamás dominó ese arte de no chocarse como por arte de magia.

Todo eran luces y colores. El suelo estaba tapizado de trapitos estampados con una triste variedad de diseños monótonos, y de tanto en tanto algún animalito de plástico con una risa siniestra burlándose de ella. Y a los costados todo eran puertas y vidrieras que prometían mundos alegres y  coloridos como si tanta estridencia no lastimara. Detrás de las cárceles de vidrio, esos payasos sin vida, congelados, disfrazados de mujeres perfectas. Levantó la vista y escuchó las irónicas palabras de los carteles de la calle: “única”, “disfrutá”, “mística”, “iluminate”. 

Por curiosidad, cruzó uno de los portales. Adentro el mundo estaba detenido, las reglas eran otras, el orden y la clasificación por tamaño y color eran la máxima y única prioridad. Actores y actrices recibían a los pocos viajeros que se animaban a quebrar su marcha inconsciente para cruzar esas puertas, los entretenían, les mentían un rato, a veces les cambiaban el humor para bien o para mal, intercambiaban algún color o sabor por algún número y los devolvían a la marea de gente, dispuestos a seguir con su papel en esa gran máquina. No se pudo resistir a alterar ese orden fingido. Tan rápido como empezó a desordenar el patrón de colores y actuar sin seguir las normas, los actores vinieron tras ella. Se escapó corriendo y se perdió otra vez entre la multitud, caminando contra la corriente. Sus captores se perdieron entre la gente y ella siguió avanzando, un poco más rasguñada.

Desde una gran fotografía verde, una bailarina le tendió una mano y la invitó a entrar a su cartel,  a girar con ella en un remolino fresco y con sabor a menta, elástico y artificial. Sintió cómo empezaba a congelarse, como si un millón de agujas se le clavaran bajo la piel,  y advirtió el peligro de volverse blanca e inmóvil como la lúgubre bailarina que seguía tendiendo su mano a los distraídos que la aceptaran. Saltó  y cayó con fuerza al suelo, rozando una reja mientras caía, arrancándose la piel con el roce.

La calle terminaba, se doblaba para abajo y más allá estaba el vacío, se rompía como un acantilado. Pegó la vuelta y detrás de ella ya no estaba lo que había un instante atrás, ahora la calle era un río de cables de colores enredados, por los que tenía que correr haciendo equilibrio. Las esquinas eran como agujeros negros, inciertos y sin retorno.  Sobre ellas colgaban entramados extraños, como unas telas livianas y fluorescentes,  en las cuales se enredaban siluetas humanas en una danza alucinante, como sombras de acróbatas. El final de cada camino era indicado por malabaristas sin cuerpo que dibujaban figuras de fuego en el aire: puentes, puertas, teléfonos.

Se sintió atraída por uno de esos remolinos oscuros, que resultó ser un túnel infinito. Descendió cada vez más, el calor se hacía más y más insoportable, ardiéndole en su cuerpo todavía congelado. Allá en las profundidades se acababan los colores, ahora todo eran ruidos. Murmullos, tintineos metálicos, gritos, aullidos y melodías se mezclaban como una orquesta siniestra. En conjunto se oían como un fuerte zumbido. Se hacían intensos e insistentes y de repente se volvían inaudibles, se perdían en un estruendoso traqueteo mecánico.

Cuanto más avanzaba y descendía, más fuerte y estrepitoso se volvía el traqueteo. Continuó el descenso hasta un túnel por debajo del túnel. Ya no había otras personas. El zumbido ensordecedor ahora se escuchaba más lejano y le pareció que de algún lado se escapaban las notas de una canción, mezcladas con el repicar de una campana. El traqueteo se hizo menos intenso, hasta que con un golpe desapareció. La única luz que brillaba en el túnel se apagó, y ella quedó sumergida como en un trance, un sopor. Sintió una mezcla de olores que no había notado antes, una combinación de dulce y agrio irrespirable en ese aire denso y caliente. Le pareció distinguir en la oscuridad la mirada de una criatura que la observaba con una mezcla de paz y resentimiento desde lo más profundo del túnel. Se perdió en esa mirada y sintió una tristeza desgarradora y un pánico incontrolable. Notó como se le ataba un nudo de angustia en el medio del pecho y se quedó detenida en el tiempo, mientras una corriente de lágrimas cálidas inundaba  su cuerpo. Permaneció rígida y sin respirar hasta que con otro golpe seco el traqueteo volvió a comenzar, la luz sobre su cabeza se encendió de nuevo y el mundo se volvió a mover. El mismo sonido mecánico la arrastró durante largos minutos por el vacío con una fuerza violenta, hasta que se detuvo otra vez, dejándola estrellada contra una pared. Pasaron momentos eternos hasta que logró controlar su maltratado cuerpo. Al fin consiguió elevarse y salir del túnel. Respiró el aire helado y gris como si fuera la misma luz del sol, estuvo mejor sólo por un instante, miró a su alrededor y se volvió a sentir mareada y pesada.

El camino era de nuevo una maraña de cables de colores eléctricos, avanzó aterrada, con el nudo de angustia tensándose cada vez más, tironeándole ya todo el cuerpo, desde la mente hasta los pies. Avanzó tratando de seguir los senderos de diferentes colores. Todos se cruzaban, giraban y volvían a los mismos lugares. A veces estaban bloqueados por rejas negras, otras por fuego. Hasta le pareció ver unas criaturas, bestias protectoras, al final de los recorridos más largos. Otros caminos parecían libres de peligros hasta que desembocaban en abismos incalculables o remolinos de viento negro.

En algún instante, después de haber perdido la noción del tiempo, decidió dejar de pensar. Se dejó llevar y se limitó a deslizarse por un cable intensamente azul, cayendo vertiginosamente hacia la nada. La senda se bifurcó en tres. Una de las opciones era una puerta, y sólo por el hecho de ser puerta tenía que tener atrás una de esas calles negras llenas de ruedas, veredas y casas. Empezar de nuevo, cambiar de mundo y volver a hundirse en un universo igual, gris y lleno de calles con nombres de persona y personas que nunca la esperaban en la calle en la que tenían que estar.

Otra era un túnel del todo negro. Era una promesa de oscuridad y soledad eternas, nada más que decidir y nada más en que pensar, el silencio y el fin. Vio algunos destellos en la oscuridad, era lo más parecido que podía imaginar a la paz.

Y la tercera era otra de esas encrucijadas de cables de colores, trampas de fuego y monstruos alucinantes, pero con tonos y detalles muy diferentes al que venía recorriendo. Era un infinito mundo de posibilidades sin sentido para enroscarse y perderse más.

Con esas posibilidades delante suyo, recordó  que la perturbaba la libertad. Se dio vuelta y quiso volver a la maraña de cables por la que venía, pero cuando giró apareció delante de sus ojos la calle y la simple posibilidad de volver, subirse de nuevo a su mundo y seguir andando.

Y ahora sí. Eso era estar perdida, miraba para adelante y podía describir todo lo que veía, pero eso no es saber dónde estás parada. Nada tenía sentido, todo en ese lugar eran imágenes desconectadas. Todo en esa vida eran imágenes desconectadas. Si daba un sólo paso de nuevo en ese mundo, que era su propia vida, volvía a lo de siempre: caminar y caminar sin que nunca cambie nada, correr dentro de la rueda de un hámster. Y si daba un paso para el otro lado, ya no sabría cómo volver.

Y en su indecisión, ese camino también desapareció. Se sumergió en una noche azul, poblada de constelaciones como de neón que marcaban un sendero sin sentido. Siguió ese camino pensando que era seguro porque lo marcaban las estrellas. Pero con el correr del tiempo y de sus pasos tomó conciencia de la infinitud de esa ruta, y desde el nudo interior que aún la tensaba brotó una corriente de desesperación. Corrió y corrió presa de la locura hasta que le dolió cada uno de sus músculos, se desgastaron sus huesos y se consumió hasta la última gota de su energía. Se desmayó y la atajó una lluvia densa que la arrastró con violencia amortiguando la caída. Chocó con un estruendo desgarrador contra una cortina de viento helado que la dejó tirada a un costado de un camino galáctico. La recorría un rayo de electricidad, que con una inercia insoportable, y sin seguir ninguna regla que no sea la ley de la gravedad, la arrastró hasta un paisaje que parecía de otro planeta, de arena azul, arremolinada y dispersa, que formaba montañas bajas y valles blancos. Su cuerpo se desplomaba y se pegaba al piso, una radiación azul la atraía como una fuerza magnética.

Vio su cuerpo tirado sobre ese suelo, lastimado, golpeado, medio desarmado, sintió el dolor que había acumulado durante todo el viaje sin prestarle demasiada atención. Se concentró en los cortes y raspones, respiró y se sintió lejos de ese cuerpo y de ella misma. Quiso volver, quiso moverse y no lo lograba, ya no se acordaba como controlar los músculos del cuerpo, cómo seguir con él las órdenes de su mente.

Con un último arranque de fuerzas salidas de la desesperación, se elevó y miró desde arriba el laberinto en el que se había perdido. Desde la distancia y entre la neblina del mareo, le pareció que el laberinto tenía las formas de los laberintos un cerebro. Trató de pensar, si es que todavía era alguien y todavía podía hacerlo. ¿Su mente se había vuelto un laberinto y se había perdido en ella? ¿El mundo era un laberinto de locura y se había perdido tratando de comprenderlo? ¿Pero no la esperaba un mundo esa mañana? Ya ni se acordaba. ¿Quién era esa persona que la esperaba a la mañana? “Cada persona es un mundo”, recordó. ¿En qué mundo se había metido? Se acordó, y entendió. Se hundió satisfecha de haberse perdido donde quería. Se perdió para siempre en una locura ajena.

Foto: Géiseres de San Pedro de Atacama



4. Pelos

Muchas veces las desgracias comienzan sin que se note. Nada notó Sofía ese lunes, ni siquiera algo raro en el aire o un cosquilleo en el cuerpo. Si le hubieran dicho que acababa de empezar una batalla que el miércoles ya se habría convertido en un combate a muerte, se hubiera muerto de risa. Y si le hubiesen dicho contra qué lucharía, se hubiera reído aún mucho más. 

Se levantó a las seis de la mañana y desayunó un café con dos tostadas. Regó las plantas, se bañó, y se vistió para ir al trabajo. Se cortó un poco el flequillo que ya le tapaba los ojos, y salió apurada hacia la parada del colectivo. Se puso los auriculares, esperó diez minutos el 39, consiguió sentarse, cerró los ojos y se durmió. Treinta minutos después, Sofía se bajó del colectivo, caminó tres cuadras y entró a la oficina. Saludó a sus compañeros con la mano,  se ubicó en su puesto, y  se puso a trabajar. A la hora del almuerzo, fue sola a un local de comidas rápidas. No salía a almorzar junto con sus compañeros, detestaba sus conversaciones. De todas formas era inútil esquivarlas, cualquier grupo de personas que se sentara cerca hablaba de lo mismo. 

—Qué feo se puso el día. 
—Horrible. Y cómo infla el pelo la humedad.
—No puede ser que falten cuatro días para el viernes.
—No puedo esperar. 
—Qué lindas sandalias, nunca vi unas así.
—¿No son iguales a las tuyas?
—¡No! Las mías tienen hebilla cuadrada, esa es redonda, súper originales.

Comió rápido y trató de leer un libro. Se distraía. En el baño del local, Sofía notó que tenía el pelo más largo de lo que recordaba, seguramente hacía mucho que no le prestaba atención a su imagen, porque no había notado que le llegaba casi hasta la cintura. Se lo recogió en una colita y volvió a su puesto de trabajo. Trabajó hasta las seis de la tarde y volvió a su casa. Pasó el tiempo leyendo, cenó y se fue a acostar.

El martes, Sofía repitió su rutina de todos los días. En el horario del almuerzo notó que su pelo estaba todavía más largo que el día anterior, se sorprendió de lo rápido que crecía. De todas formas, hacía mucho tiempo que no se lo cortaba,  era hora de ir a la peluquería. Pensó en pedirle a alguna amiga que la acompañe, pero hacía tanto que no llamaba a ninguna… Salió del trabajo, y en lugar de ir a esperar el colectivo a la parada habitual, empezó a caminar, buscando un lugar para cortarse el pelo. Entró en la primera peluquería que encontró, y pidió que se lo cortaran a la altura de los hombros. El peluquero, fiel a las características de su oficio, comenzó a hablar sin parar. Que era una lástima con tan lindo pelo y tan largo que se lo cortase tan corto, que cuánto tiempo hacía que no se lo cortaba como para que le llegue ya casi hasta las rodillas, que si no quería mejor hacerse un desmechado. Sofía le contestó con un simple “no, gracias”.

—Este corte te va a quedar precioso, le va a encantar a tu novio —insistió el peluquero.
—No tengo novio —le contestó Sofía.
—Ah, ¿querés hacer el cambio de look para conquistar a alguien?
—No.
—Bueno, entonces querés ser la envidia de todas tus amigas…

El peluquero siguió intentando entablar una conversación con ella, sin éxito. Sofía volvió a su casa bastante tarde, aturdida del peluquero y un poco perturbada. Las preguntas entrometidas del hombre le habían causado un nudo en la panza. Se acostó temprano sin cenar, y se durmió enseguida.
El miércoles, Sofía se despertó otra vez cansada, sin ganas de trabajar ni de hacer nada, como cada día. Se sorprendió un poco al ver su reflejo en el espejo luego de bañarse, le parecía que ya no estaba tan corto y prolijo como el día anterior. Fue con desgano a la oficina, llegó tarde, ni siquiera saludó a nadie, se sentó y empezó a trabajar. No salió a almorzar. La tarde pasó muy lenta, cada segundo le parecía un siglo, y cuando al fin estuvo en el colectivo, se sorprendió de que su flequillo estuviera tan largo que le tapaba los ojos. Se corrió los mechones, apenas podía ver por dónde iba. Cuando llegó a su casa y se miró en el espejo, no pudo creer que ya ni se notara el corte del día anterior. Esa noche se acostó pensando que su pelo estaba descontrolado, y la asaltó un miedo exagerado, cualquier cosa que saliera de su control en su pequeña vida la alteraba. No se podía dormir, daba vueltas en la cama, sentía su pelo ya más largo que antes del corte, desparramado por toda la cama, dándole calor, y el flequillo desenfrenado tapándole la cara.

A la mañana siguiente su pelo ya casi llegaba al piso. Se pasó un buen rato intentando hacerse un rodete, se hizo una larguísima trenza que enrolló sobre su cabeza como un turbante. Le preocupó que su aspecto, entre ese peinado y las ojeras por no haber dormido en toda la noche, pareciera un poco ridículo, creyó que algunas personas por la calle y en el colectivo la miraban raro, pero en el trabajo nadie pareció notar nada extraño. En realidad nadie pareció ni siquiera notarla a ella. Pasó nerviosa la mañana, sintiendo que su rodete era cada vez más grande y extraño y estaba a punto de desarmarse. Al mediodía, se encerró en un baño, atormentada por su desbocado cabello, que, como si tuviera vida propia, estaba soltándose de su peinado y fluía como una catarata que se arrastraba por el piso. 
Se quitó un pañuelo que llevaba en la garganta y se armó un turbante con él. Volvió a su puesto de trabajo, preocupada por el envoltorio multicolor que tenía sobre la cabeza, y rogó que las horas pasen. 

Ya en el colectivo, hizo piruetas imposibles para lograr sujetar el trapo sobre su cabello, que se cernía como un enorme casco a punto de explotar. Cuando llegó, exhausta, lo soltó y dejó libre la masa de pelo que la tapaba por completo, le cubría también la cara y se arrastraba por el suelo, como la cola de un lúgubre y pesado vestido de novia. Llegó como pudo, sin poder ver nada detrás de su flequillo, a la cocina, tanteó las tijeras  y comenzó una lucha silenciosa. Cortó con desesperación mechones de más de tres metros de largo, los arrojó con furia al suelo, pasó más de dos horas cortando y en la desesperación arrancando los pelos que brotaban furiosos de su cuero cabelludo. Afeitó su cabeza con una navaja, y cuando estuvo completamente calva, ya entrada la madrugada del viernes, creyó haber ganado la lucha y se acostó. Se durmió profundamente con el cansancio de los últimos dos terribles días encima.

 Pero sólo dos horas después sonó el despertador. Se desesperó cuando notó que su cabello estaba comenzando a crecer de nuevo. Pero por otro lado se sintió aliviada, era mejor tener nuevamente esta melena corta que ir al trabajo rapada. Se ahorraría preguntas y explicaciones. Durante el día no dudó en cortar a cada rato los mechones que crecían a un ritmo vertiginoso, se mantuvo tan ocupada manteniendo su cabello a raya para que ni un solo cabello llegue a la altura de su cintura, que al final de la jornada laboral no había hecho ni un cuarto del trabajo que tenía pendiente. A las ocho y media de la noche, Sofía seguía en la oficina. Se  debatía entre intentar terminar con su trabajo y arrancarse los cabellos que crecían a cada segundo. Ya no daba abasto con las tijeras, se arrancaba dolorosamente los mechones enteros de raíz y al segundo ya tenía otro mechón rozándole los pies. Derrotada, se fue de la oficina a las doce de la noche. No había llegado a la mitad del trabajo, el lunes se las iba a tener que ver con su jefe. Y para peor, ya había salido el último colectivo. Arrastrando una cola de cinco metros y medio de cabello enredado que no lograba recoger, caminó y caminó toda la noche. 

Le hubiese gustado pedir ayuda, pero estaba demasiado avergonzada como para hablar con un desconocido, y no tenía a nadie que pudiera llamar a esas horas de la noche. Sus amigas apenas se acordaban de ella. Con su hermana hacía meses que no hablaba, más que algunos mensajes de texto para ver si estaba bien. No se llevaba bien con ninguno de sus compañeros de trabajo y no salía con un hombre hacía más de un año. 

Buscó calles poco transitadas para que nadie la viera y arrastró su larguísima cortina de cabellos por las sucias veredas de Buenos Aires.  Llegó a su hogar casi al amanecer. Incapaz de meter su cabellera en el ascensor, subió los seis pisos por escalera, y cuando logró entrar a su departamento, el final de sus cabellos aún estaba en la vereda. Los  mechones que podía cortar con las tijeras no compensaban los que crecían a cada segundo. Tuvo que arrastrar la larga alfombra castaña que caía por las escaleras, y cuando logró meterlo todo dentro del departamento, cerró la puerta con llave y se largó a llorar. 

Pasó la tarde y noche del sábado llorando por haber perdido el control de su vida por algo tan ínfimo como el pelo. Amaneció el domingo y Sofía siguió llorando mientras su cabello brotaba de su cabeza con la misma fluidez que sus lágrimas. Ahora ya no lloraba por el pelo; lloraba porque estaba sola,  porque no tenía a nadie a quien contarle sus problemas, lloraba porque ya no se acordaba el teléfono de su hermana, porque ni uno de sus compañeros de la oficina le había hablado en toda la semana ni le había preguntado si se había cortado el pelo o aunque sea comentado que tenía un peinado muy extraño, para que ella pudiera confesarle la tortura en la que vivía desde el lunes. Lloraba porque nadie se daba cuenta si ella estaba cambiada, y porque a nadie le importaba que estuviera siendo consumida por su propio cabello. 

A las siete de la tarde del domingo, su cabellera la tragó por completo. Sofía desapareció para siempre bajo una montaña de metros y metros de cabello enrollado que la aplastó.
Nadie notó su desaparición hasta la mañana del lunes, cuando su pelo, que no se decidía a morir con ella, desbordó por las ventanas y por debajo de la puerta, y corrió por los pasillos, por las escaleras, y por las calles enteras, y comenzó a estorbar las rutinas de los vecinos ansiosos que se encontraban con una alfombra castaña que les impedía llegar a tiempo a sus empleos en esta semana que recién comenzaba.

Cuando el martes por la mañana, con los medios de comunicación conmocionados por el misterioso caso de Recoleta, la policía tiró abajo la puerta del misterioso departamento del que brotaba el pelo; los vecinos curiosos desenredaron la enorme montaña de cabello oscuro. Debajo de ella, no encontraron nada. 



3. La burócrata

El municipio de Bau ya no es lo que era. Hasta hace un tiempo, sus habitantes se jactaban de que nunca les pasaba nada malo. El pueblo era muy chico, una aldea de sólo cincuenta casas, y carecía de interés para la política o para el comercio. Pero en realidad la calma tenía otro motivo.

Mientras el intendente, día tras día, dormía la siesta, el pueblo estaba prácticamente en manos de Úrsula, la empleada pública más vieja. Entre un fichero y una computadora en la que corría un dudoso Windows 98, ella tenía los hilos para tejer y destejer las vidas de los doscientos setenta y ocho habitantes del lugar. 

Como toda burócrata que se precie, usaba máscara de pestañas azul, y tenía tanta agilidad para hacer café como para encargarse de los trámites. Pero también, como buena mujer de pueblo, tenía la imperiosa necesidad de escuchar buenas historias, y en el despacho no había presupuesto para arreglar el televisor desde hacía años. Así que llenaba su vacío novelístico con las historias de vida de ese pueblo chico, que reconstruía entre los chismes de almacén y los documentos oficiales que pasaban cada día por sus manos. 

Si en la esquina se decía que Horacio, el heladero, pasaba a altas horas de la noche por la casa de la almacenera, ella revisaba las facturas, a ver si realmente eran amantes o simplemente ella le debía plata. Si se comentaba que la maestra de quinto grado estaba embarazada, ella revisaba si había solicitado una licencia. Se entretenía revisando vidas, y a veces, si podía, las arreglaba. 

Una vez se las había arreglado para que a Pocha le saliera la jubilación antes que a nadie, así no se tenía que ir a vivir con su nuera despiadada. Otra vez había cambiado las inscripciones del colegio para que a la maestra de primero no le tocara darle clases a la nena de su novio de la infancia, que le había roto el corazón. Y una de sus mejores hazañas había sido desviar las facturas del impuesto municipal de Sofía, la peluquera recién divorciada, a la casa de Rodolfo, su primer novio, para que de tanto verse para devolver las cartas se reconciliaran.

Un día, el gobierno provincial, en pleno recorte de gastos, decidió que el sueldo de esta empleada era un gasto innecesario, porque un municipio tan chico podía manejarse a distancia desde una oficina en el centro de la ciudad. 

Se le comunicó a Úrsula que iban a indemnizarla y jubilarla antes de tiempo. Pero ella, triste y desorientada, porque no sabía que más hacer en ese pueblo si ya no era la encargada de administrar las planillas y las historias, decidió despedirse a lo grande. Le informó al intendente que aceptaba su decisión, pero que necesitaba una semana para dejarle todo preparado a su virtual sucesora. 

En primer lugar se encargó de sí misma. Se borró de todas las bases de datos, destruyó su propia acta de nacimiento, y tramitó un documento falso. En un impulso, tramitó otro para Horacio, el heladero, y le escribió una nota que le hizo llegar con la factura de la luz y un pasaje a las Sierras. 

En los tres días restantes de la semana ―porque el viernes ella misma declaró asueto municipal― se encargó de desviar la mitad de los fondos municipales a la escuela de arte y a la de teatro; falsificar unas cuantas becas para los jóvenes del pueblo en la Universidad Nacional; bajar un poco los impuestos a los servicios y compensarlos con la venta de una casa del intendente que el siquiera recordaba. Estableció por decreto que un viernes por mes habría fiesta y comida gratis en la plaza, y camufló un par de feriados extra en el calendario escolar. 

El sábado a la mañana, fue a la terminal con un bolsito, un pañuelo en la cabeza y su documento nuevo. Miraba nerviosa para todos lados, porque no sabía si el heladero vendría. Cuando fue la hora, se pintó los labios, y le mostró su nuevo documento al guardia, al que le pareció algo raro y de película el nombre francés que había elegido, pero no dijo nada y la dejó pasar. 

En el pueblo no se supo nunca que todo lo que habían adjudicado a la suerte, en realidad había sido obra de sus artimañas. Cuando se fue, nadie la echó en falta. Todos notaron que la vida ya no era la misma, pero cuando se preguntaban qué había pasado, a nadie se le ocurría pensar en ella. 

Todos coincidían, sin embargo, en que el día en que Horacio repentinamente se fue y cerró la heladería, al pueblo se le había ido toda la magia.



23.5.16

2. Botón

Esta es la historia de un botón que un viernes decidió renunciar al saco y pasar la noche solo en Buenos Aires. Rodó por la escalera y se metió en el subte. No era lo que soñaba para su libertad, pero estaba entusiasmado, y un poco asustado, así que era un buen plan. Se escabulló en la línea C del subte, pensó en ir a conocer la A, pero se distrajo y terminó en la D.

Como era viernes, siguió a unas pequeñas multitudes de botones de tapados, y terminó en Plaza Serrano. Creía que había estado ahí, pero la recordaba distinta. Tal vez había estado borracho, o a lo mejor era nada más que el mundo se ve muy diferente desde afuera del abrigo. 

Estaba contento, pasó un buen rato dando vueltas, metiéndose entre esos bares que tienen un pasillo entre las mesas de adentro y las de la calle. Le gustaban porque podía estar casi adentro sin llamar la atención. Iban llegando botones, todos en grupo en las solapas de la ropa o algunos en pareja, los de las mangas. Algunos eran muy lindos, grandes, brillantes, hasta de colores. Otros eran chiquitos, transparentes, pasaban desapercibidos. Todos se sentaban en las mesas alrededor de tragos, comidas y cervezas.

Pero algo, quizás la soledad, hizo que dejara de fijarse en ellos y se detuviera a observar, por una vez, a las personas. Aprovechó un rato su invisibilidad para estudiar de cerca cómo se saludaban, se miraban, se reían... Se acercaban, algunos se tocaban, otros se escapaban. Varios se tambaleaban, después se iban. Se tentó con el pensamiento de sentarse entre ellos y tomar una cerveza, pero no es una buena idea sentarse entre humanos y menos un viernes, cuando están con sus amigos y parejas y se ponen más incisivos y criticones de lo que ya son. Decidió que mirarlos un poco de lejos estaba  bien, y que podía permitirse la cerveza, si la compraba en otro lado, un quiosco o una panchería.

Los humanos tienen algunos lugares a los cuales incluso los botones solitarios pueden ir tranquilos, mientras no molesten, paguen con cambio y pongan cara de póker. Encontrar un punto desde el cual mirar sin ser visto, cerveza de por medio, era más difícil. La ciudad está configurada para humanos, o en todo caso para botones con empleo, y un botón suelto tomando una cerveza, aunque no lo parezca, llama bastante la atención. Tuvo que ir a comprar impunidad a un McDonald’s.

Es muy difícil ser un botón independiente. Por suerte era un botón ingenioso. De algo había servido ser parte de un saco de lana negro y abrigado, multiuso. Había sido muy usado y arrastrado, pero había aprendido cosas. Con la cerveza en un vaso de Coca-cola, siguió caminando ya sin llamar la atención, y recordó con un poco de nostalgia sus tiempos más felices. Cuando era parte del saco, estas cosas eran más fáciles, y juntándose con otros grupos de sacos y cierres había incluso acampado en una calle despoblada de otra provincia, creía que Salta o Tucumán, alrededor de un vino, sin que nadie dijera nada. 

Pero las cosas son distintas para un botón solitario, que si se descuida y se mete por calles oscuras puede terminar, en el mejor de los casos, pisoteado, y en el peor, manoseado, cosido en otra parte o guardado en un cajón, o peor, en un bolsillo. Claro que había botones con finales heroicos, como aquellos que terminan en la vitrina de un coleccionista, pero no se tenía tanta confianza como para estar seguro de ser uno de ellos. 

Tembló un poco y se resignó. Si no juntaba valor, lo mejor iba a ser tomarse el próximo colectivo que lo dejase en casa. Sabía que era un final triste, y se sentía un botón conservador, pero estaba cansado y había recuperado la inercia. 

Nunca iba a ser un gran botón de esos que terminan en una escultura de vanguardia o siendo los ojos de un monstruo de Berni. Se consoló pensando que por lo menos tenía una historia que contar. A lo mejor inspiraría a algún botón adolescente a hacer lo mismo, a lo mejor su anécdota le serviría para parecer más interesante entre los botones de tapados y de puños. 

Se subió al 166, y en el camino por Juan B. Justo se reencontró con el saco, que también estaba volviendo a casa, y apenas había notado su ausencia. Se cosió disimuladamente, en silencio. Y volvió a ser persona. No había cambiado nada, pero había estado bien tener la cabeza fuera del cuerpo, por lo menos por un rato. 



1. Manifiesto de las palabras borradas

Soy un párrafo que fue borrado de una novela. Era la descripción de una mujer hermosa y azul, de la que un protagonista confundido se iba a enamorar por tres capítulos o cuatro. Pero fui reemplazado por unas líneas de reproches y un viaje inesperado del hombre huyendo al sur. 

Yo empezaba diciendo que "Sus ojos ensombrecidos ocultaban una sonrisa misteriosa", y terminaba con la mujer bella entrando por una puerta al final de un callejón, quitándose el sombrero. Pero alguien le dijo al autor que esas mujeres sombrías ya no enamoran, y que los lectores prefieren un poco de acción.

Ahora habito en el lugar al que van las palabras que fueron borradas. Acá están los bosquejos de todos los personajes que no fueron lo suficientemente  buenos para ver la luz de las páginas de un libro, porque no hubieran encontrado la empatía de más que un par de incomprendidos. También cuentos comenzados con emoción, terminados con desgano y finalmente borrados porque nadie los querría leer. 

Pero también viven acá los mensajes que fueron borrados sin apretar "enviar". Invitaciones a tomar unos mates que nunca fueron hechas. "Sí, dale" que fueron suplantados por "vamos viendo". "Estoy cerca de tu casa" que no se mandaron a tiempo y fueron reemplazados por histéricos "el otro día pasé por tu barrio y casi te mando un mensaje". 

Comentarios melancólicos que se lamentan por las historias que no se escribieron, y se pasean por callecitas inverosímiles, formadas por restos de descripciones poéticas de ciudades; que fueron borradas cuando a nadie se le ocurrió una acción que transcurriera en ellas. 

También viven acá los textos censurados. Líneas sinceras que se les escaparon a algunos periodistas en un arranque de pasión por la profesión, y fueron borradas sutilmente por los editores para no comprometer la relación con ningún anunciante del diario. 

Párrafos borrados por quien los escribió porque creyó a último momento que era mejor publicar una columna vacía que no publicar nada. Palabras que se escriben y se borran rápido porque se tiene miedo al mar de verborragia que quizás desencadenan.

Me encuentro por acá con razonamientos equivocados que alguien recomendó borrar con acierto, pero también con otros que eran geniales y ahora están aquí, confinados al exilio, porque a alguien le faltó un poco más de autoconfianza. 
Descansan en este mundo las palabras discapacitadas, víctimas de errores de tipeo, y también conceptos creados para ponerle nombre a algo nuevo, que se murieron junto con el fracaso de esa teoría o ese invento. 

También existe un rincón en el que viven tristísimas las confesiones en verso que no se publicaron. Son muchísimas, y en los últimos años son cada vez más, porque los que escriben sufriendo siempre creen que ese amor no correspondido está atento a las redes sociales, y tienen miedo de que interprete el mensaje subliminal. 

Hay proyectos que se quedaron en la quinta línea y otros que se quedaron en la mitad de una novela larguísima y se convirtieron en historias que se repiten una y otra vez, hasta un punto en el que se desvanecen y vuelven a comenzar, sin llegar nunca al final que no fue escrito. 

Parece que este fuera un mundo triste, pero todas las palabras que estamos aquí confinadas creemos que es sólo un limbo intermedio que nos separa de una mejor vida. Confiamos en que, para todas las palabras que quedamos a medias, existe una mitad destinada a darle final. 

Que a cada argumento que quedó sin conclusión le llegará una idea brillante a la que le faltaban fundamentos. Que a cada "por qué no tomamos una cerveza" no dicho le llegará un "yo una vez quise invitarte a salir y no me animaba" que lo desentierre y lo convierta en anécdota.

Que cada mujer de ojos misteriosos desubicada en una novela de acción moderna se encontrará con un poema del romanticismo al que le sobraron calles oscuras y le faltó una sonrisa oculta, y se irán juntos a ser poesía postmoderna de un tiempo que todavía no llegó.

Estamos esperando que todas las opiniones censuradas se encuentren tomando café en un bar, de esos borrados de carpetas con emprendimientos que no llegaron a buen puerto, y hagan la revolución, empuñando un manifiesto que fue comenzado a escribir por un grupo de accionistas eufóricos, y fue borrado cuando llegaron la sobriedad y la mañana. 

Somos las palabras que fueron escritas pero no fueron dichas y vamos a salir de este mundo de borradores para conquistar el tuyo, o vamos a ser suficientemente fuertes para crear un universo alternativo igual de válido, en el que nuestra historia sea la que termine, y la tuya la que quede suspendida en el limbo de los comienzos inconclusos. 

Somos las palabras que tenés miedo de decir, pero nosotras ya no te tenemos miedo.