23.5.16

2. Botón

Esta es la historia de un botón que un viernes decidió renunciar al saco y pasar la noche solo en Buenos Aires. Rodó por la escalera y se metió en el subte. No era lo que soñaba para su libertad, pero estaba entusiasmado, y un poco asustado, así que era un buen plan. Se escabulló en la línea C del subte, pensó en ir a conocer la A, pero se distrajo y terminó en la D.

Como era viernes, siguió a unas pequeñas multitudes de botones de tapados, y terminó en Plaza Serrano. Creía que había estado ahí, pero la recordaba distinta. Tal vez había estado borracho, o a lo mejor era nada más que el mundo se ve muy diferente desde afuera del abrigo. 

Estaba contento, pasó un buen rato dando vueltas, metiéndose entre esos bares que tienen un pasillo entre las mesas de adentro y las de la calle. Le gustaban porque podía estar casi adentro sin llamar la atención. Iban llegando botones, todos en grupo en las solapas de la ropa o algunos en pareja, los de las mangas. Algunos eran muy lindos, grandes, brillantes, hasta de colores. Otros eran chiquitos, transparentes, pasaban desapercibidos. Todos se sentaban en las mesas alrededor de tragos, comidas y cervezas.

Pero algo, quizás la soledad, hizo que dejara de fijarse en ellos y se detuviera a observar, por una vez, a las personas. Aprovechó un rato su invisibilidad para estudiar de cerca cómo se saludaban, se miraban, se reían... Se acercaban, algunos se tocaban, otros se escapaban. Varios se tambaleaban, después se iban. Se tentó con el pensamiento de sentarse entre ellos y tomar una cerveza, pero no es una buena idea sentarse entre humanos y menos un viernes, cuando están con sus amigos y parejas y se ponen más incisivos y criticones de lo que ya son. Decidió que mirarlos un poco de lejos estaba  bien, y que podía permitirse la cerveza, si la compraba en otro lado, un quiosco o una panchería.

Los humanos tienen algunos lugares a los cuales incluso los botones solitarios pueden ir tranquilos, mientras no molesten, paguen con cambio y pongan cara de póker. Encontrar un punto desde el cual mirar sin ser visto, cerveza de por medio, era más difícil. La ciudad está configurada para humanos, o en todo caso para botones con empleo, y un botón suelto tomando una cerveza, aunque no lo parezca, llama bastante la atención. Tuvo que ir a comprar impunidad a un McDonald’s.

Es muy difícil ser un botón independiente. Por suerte era un botón ingenioso. De algo había servido ser parte de un saco de lana negro y abrigado, multiuso. Había sido muy usado y arrastrado, pero había aprendido cosas. Con la cerveza en un vaso de Coca-cola, siguió caminando ya sin llamar la atención, y recordó con un poco de nostalgia sus tiempos más felices. Cuando era parte del saco, estas cosas eran más fáciles, y juntándose con otros grupos de sacos y cierres había incluso acampado en una calle despoblada de otra provincia, creía que Salta o Tucumán, alrededor de un vino, sin que nadie dijera nada. 

Pero las cosas son distintas para un botón solitario, que si se descuida y se mete por calles oscuras puede terminar, en el mejor de los casos, pisoteado, y en el peor, manoseado, cosido en otra parte o guardado en un cajón, o peor, en un bolsillo. Claro que había botones con finales heroicos, como aquellos que terminan en la vitrina de un coleccionista, pero no se tenía tanta confianza como para estar seguro de ser uno de ellos. 

Tembló un poco y se resignó. Si no juntaba valor, lo mejor iba a ser tomarse el próximo colectivo que lo dejase en casa. Sabía que era un final triste, y se sentía un botón conservador, pero estaba cansado y había recuperado la inercia. 

Nunca iba a ser un gran botón de esos que terminan en una escultura de vanguardia o siendo los ojos de un monstruo de Berni. Se consoló pensando que por lo menos tenía una historia que contar. A lo mejor inspiraría a algún botón adolescente a hacer lo mismo, a lo mejor su anécdota le serviría para parecer más interesante entre los botones de tapados y de puños. 

Se subió al 166, y en el camino por Juan B. Justo se reencontró con el saco, que también estaba volviendo a casa, y apenas había notado su ausencia. Se cosió disimuladamente, en silencio. Y volvió a ser persona. No había cambiado nada, pero había estado bien tener la cabeza fuera del cuerpo, por lo menos por un rato. 



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