24.5.16

5. Perderse

La chica sin nombre se despertó una noche sin haber dormido. El día sería más largo de lo esperado, porque empezaría esa noche y no terminaría nunca. Debajo de la cama estaban sus botas azules, las que usaba para no ir a ningún lado. Subió en ellas sus pies, abajo estaba el piso que se empezó a quedar atrás.

Alguien la esperaba hoy, o la esperaba un mundo. “Cada persona es un mundo” pensó, porque cada persona ve en este lugar, material pero invisible, un universo diferente que se le aparece sólo a él. De todas formas, el mundo que la esperaba hoy parecía en un principio bastante sólido y real.

Tropezó con la frontera de la puerta y se le cruzó una vereda de lo más normal, llena de pies que se esquivaban con sus pies, papeles que volaban y todas esas cosas. Cruzó una de esas calles con nombres de personas que jamás las pisaron, y se preguntó si ese hombre, que había respondido a ese nombre, habría sentido alguna vez que no sabía para donde iba, porque una cosa era que le pase a ella, y otra era primero perderse y después convertirse en calle para que otro se pierda en vos.

Siguió caminando por encima de ese hombre, hasta que en la esquina se cruzó con un país que quedaba un poquito más arriba en el mapa que el suyo y siguió por ahí.  Miró con una nueva curiosidad las cosas que veía todos los días. Las rejas delante de las casas, de los balcones y de las ventanas. Los vidrios detrás de las rejas y las cortinas detrás de los vidrios, y de todas formas se podía adivinar siempre lo que había tras las paredes: mesas, sillas, cocinas, lavarropas, camas, alfombras y actores desempeñando sus papeles en la rutina. Cerró los ojos y avanzó adivinando el camino, se tropezó y se lastimó las rodillas.

Se levantó, y recuperada del golpe tuvo ganas de correr. Aumentó la velocidad con una mano extendida rozando la pared como hacen los chicos. Se rayó los dedos con las piedritas y revoques hasta que le dolieron, y de repente una pared faltaba. Pasó dando saltitos a esa habitación, caminó por encima de una mesa rodeada de sillas esquivando un florero, dos platitos y una taza de té, pero pisó un vaso y lo rompió. Se escapó por la ventana con algunos vidrios clavados en el pie.

Del otro lado había una avenida. Carteles y bocinas, ruidos y personas, ruedas y motores, puertas que se abrían y se cerraban escondiendo a la gente y dejándola visible otra vez, autos, colectivos y personas que transitaban las calles sin ver. Caminó infinitas cuadras iguales, subió en colectivos y volvió a bajar, fue para un lado y para otro, entró en edificios, subió escaleras, bajó por ascensores. Salió de nuevo, volvió a las calles,  pasó las horas. Se olvidó de preguntarse de donde venía y para dónde iba, se limitó a avanzar y elegir el camino sin pensar. Se olvidó de la persona que la esperaba esa mañana, a lo mejor se cruzaron y ella distraída no lo notó, tal vez la acompañaba sin que ella lo registre o quizá él también se había perdido por el camino.

La noche empezó a caer sobre el día gris y las luces empezaron a prenderse, las personas se multiplicaban, los ruidos se potenciaban, las ruedas se apuraban y ella dobló en una esquina.

Trajes, botas, tapados y sombreros avanzaban hacia ella calzados en esas personas que caminaban sin ver y sin pensar, eran como un ejército de robots, cada uno cumpliendo con su papel de forma automática, caminando hacia ella con furia y a punto de embestirla.  Los esquivó cuanto pudo, pero no pudo evitar los choques y las sacudidas, golpes y tropezones. Se fijó en algunos de los soldados, cada uno era la ropa que llevaba puesta: la chica del gorrito, el nene de la campera gigante, la señora de tapado y medias, el hombre de la boina, el chico de la mochila que dice París. Al final, golpeada y cansada, optó por dejar de prestarles atención. Caminó sin mirar como hacían ellos, pero aunque lo intentó jamás dominó ese arte de no chocarse como por arte de magia.

Todo eran luces y colores. El suelo estaba tapizado de trapitos estampados con una triste variedad de diseños monótonos, y de tanto en tanto algún animalito de plástico con una risa siniestra burlándose de ella. Y a los costados todo eran puertas y vidrieras que prometían mundos alegres y  coloridos como si tanta estridencia no lastimara. Detrás de las cárceles de vidrio, esos payasos sin vida, congelados, disfrazados de mujeres perfectas. Levantó la vista y escuchó las irónicas palabras de los carteles de la calle: “única”, “disfrutá”, “mística”, “iluminate”. 

Por curiosidad, cruzó uno de los portales. Adentro el mundo estaba detenido, las reglas eran otras, el orden y la clasificación por tamaño y color eran la máxima y única prioridad. Actores y actrices recibían a los pocos viajeros que se animaban a quebrar su marcha inconsciente para cruzar esas puertas, los entretenían, les mentían un rato, a veces les cambiaban el humor para bien o para mal, intercambiaban algún color o sabor por algún número y los devolvían a la marea de gente, dispuestos a seguir con su papel en esa gran máquina. No se pudo resistir a alterar ese orden fingido. Tan rápido como empezó a desordenar el patrón de colores y actuar sin seguir las normas, los actores vinieron tras ella. Se escapó corriendo y se perdió otra vez entre la multitud, caminando contra la corriente. Sus captores se perdieron entre la gente y ella siguió avanzando, un poco más rasguñada.

Desde una gran fotografía verde, una bailarina le tendió una mano y la invitó a entrar a su cartel,  a girar con ella en un remolino fresco y con sabor a menta, elástico y artificial. Sintió cómo empezaba a congelarse, como si un millón de agujas se le clavaran bajo la piel,  y advirtió el peligro de volverse blanca e inmóvil como la lúgubre bailarina que seguía tendiendo su mano a los distraídos que la aceptaran. Saltó  y cayó con fuerza al suelo, rozando una reja mientras caía, arrancándose la piel con el roce.

La calle terminaba, se doblaba para abajo y más allá estaba el vacío, se rompía como un acantilado. Pegó la vuelta y detrás de ella ya no estaba lo que había un instante atrás, ahora la calle era un río de cables de colores enredados, por los que tenía que correr haciendo equilibrio. Las esquinas eran como agujeros negros, inciertos y sin retorno.  Sobre ellas colgaban entramados extraños, como unas telas livianas y fluorescentes,  en las cuales se enredaban siluetas humanas en una danza alucinante, como sombras de acróbatas. El final de cada camino era indicado por malabaristas sin cuerpo que dibujaban figuras de fuego en el aire: puentes, puertas, teléfonos.

Se sintió atraída por uno de esos remolinos oscuros, que resultó ser un túnel infinito. Descendió cada vez más, el calor se hacía más y más insoportable, ardiéndole en su cuerpo todavía congelado. Allá en las profundidades se acababan los colores, ahora todo eran ruidos. Murmullos, tintineos metálicos, gritos, aullidos y melodías se mezclaban como una orquesta siniestra. En conjunto se oían como un fuerte zumbido. Se hacían intensos e insistentes y de repente se volvían inaudibles, se perdían en un estruendoso traqueteo mecánico.

Cuanto más avanzaba y descendía, más fuerte y estrepitoso se volvía el traqueteo. Continuó el descenso hasta un túnel por debajo del túnel. Ya no había otras personas. El zumbido ensordecedor ahora se escuchaba más lejano y le pareció que de algún lado se escapaban las notas de una canción, mezcladas con el repicar de una campana. El traqueteo se hizo menos intenso, hasta que con un golpe desapareció. La única luz que brillaba en el túnel se apagó, y ella quedó sumergida como en un trance, un sopor. Sintió una mezcla de olores que no había notado antes, una combinación de dulce y agrio irrespirable en ese aire denso y caliente. Le pareció distinguir en la oscuridad la mirada de una criatura que la observaba con una mezcla de paz y resentimiento desde lo más profundo del túnel. Se perdió en esa mirada y sintió una tristeza desgarradora y un pánico incontrolable. Notó como se le ataba un nudo de angustia en el medio del pecho y se quedó detenida en el tiempo, mientras una corriente de lágrimas cálidas inundaba  su cuerpo. Permaneció rígida y sin respirar hasta que con otro golpe seco el traqueteo volvió a comenzar, la luz sobre su cabeza se encendió de nuevo y el mundo se volvió a mover. El mismo sonido mecánico la arrastró durante largos minutos por el vacío con una fuerza violenta, hasta que se detuvo otra vez, dejándola estrellada contra una pared. Pasaron momentos eternos hasta que logró controlar su maltratado cuerpo. Al fin consiguió elevarse y salir del túnel. Respiró el aire helado y gris como si fuera la misma luz del sol, estuvo mejor sólo por un instante, miró a su alrededor y se volvió a sentir mareada y pesada.

El camino era de nuevo una maraña de cables de colores eléctricos, avanzó aterrada, con el nudo de angustia tensándose cada vez más, tironeándole ya todo el cuerpo, desde la mente hasta los pies. Avanzó tratando de seguir los senderos de diferentes colores. Todos se cruzaban, giraban y volvían a los mismos lugares. A veces estaban bloqueados por rejas negras, otras por fuego. Hasta le pareció ver unas criaturas, bestias protectoras, al final de los recorridos más largos. Otros caminos parecían libres de peligros hasta que desembocaban en abismos incalculables o remolinos de viento negro.

En algún instante, después de haber perdido la noción del tiempo, decidió dejar de pensar. Se dejó llevar y se limitó a deslizarse por un cable intensamente azul, cayendo vertiginosamente hacia la nada. La senda se bifurcó en tres. Una de las opciones era una puerta, y sólo por el hecho de ser puerta tenía que tener atrás una de esas calles negras llenas de ruedas, veredas y casas. Empezar de nuevo, cambiar de mundo y volver a hundirse en un universo igual, gris y lleno de calles con nombres de persona y personas que nunca la esperaban en la calle en la que tenían que estar.

Otra era un túnel del todo negro. Era una promesa de oscuridad y soledad eternas, nada más que decidir y nada más en que pensar, el silencio y el fin. Vio algunos destellos en la oscuridad, era lo más parecido que podía imaginar a la paz.

Y la tercera era otra de esas encrucijadas de cables de colores, trampas de fuego y monstruos alucinantes, pero con tonos y detalles muy diferentes al que venía recorriendo. Era un infinito mundo de posibilidades sin sentido para enroscarse y perderse más.

Con esas posibilidades delante suyo, recordó  que la perturbaba la libertad. Se dio vuelta y quiso volver a la maraña de cables por la que venía, pero cuando giró apareció delante de sus ojos la calle y la simple posibilidad de volver, subirse de nuevo a su mundo y seguir andando.

Y ahora sí. Eso era estar perdida, miraba para adelante y podía describir todo lo que veía, pero eso no es saber dónde estás parada. Nada tenía sentido, todo en ese lugar eran imágenes desconectadas. Todo en esa vida eran imágenes desconectadas. Si daba un sólo paso de nuevo en ese mundo, que era su propia vida, volvía a lo de siempre: caminar y caminar sin que nunca cambie nada, correr dentro de la rueda de un hámster. Y si daba un paso para el otro lado, ya no sabría cómo volver.

Y en su indecisión, ese camino también desapareció. Se sumergió en una noche azul, poblada de constelaciones como de neón que marcaban un sendero sin sentido. Siguió ese camino pensando que era seguro porque lo marcaban las estrellas. Pero con el correr del tiempo y de sus pasos tomó conciencia de la infinitud de esa ruta, y desde el nudo interior que aún la tensaba brotó una corriente de desesperación. Corrió y corrió presa de la locura hasta que le dolió cada uno de sus músculos, se desgastaron sus huesos y se consumió hasta la última gota de su energía. Se desmayó y la atajó una lluvia densa que la arrastró con violencia amortiguando la caída. Chocó con un estruendo desgarrador contra una cortina de viento helado que la dejó tirada a un costado de un camino galáctico. La recorría un rayo de electricidad, que con una inercia insoportable, y sin seguir ninguna regla que no sea la ley de la gravedad, la arrastró hasta un paisaje que parecía de otro planeta, de arena azul, arremolinada y dispersa, que formaba montañas bajas y valles blancos. Su cuerpo se desplomaba y se pegaba al piso, una radiación azul la atraía como una fuerza magnética.

Vio su cuerpo tirado sobre ese suelo, lastimado, golpeado, medio desarmado, sintió el dolor que había acumulado durante todo el viaje sin prestarle demasiada atención. Se concentró en los cortes y raspones, respiró y se sintió lejos de ese cuerpo y de ella misma. Quiso volver, quiso moverse y no lo lograba, ya no se acordaba como controlar los músculos del cuerpo, cómo seguir con él las órdenes de su mente.

Con un último arranque de fuerzas salidas de la desesperación, se elevó y miró desde arriba el laberinto en el que se había perdido. Desde la distancia y entre la neblina del mareo, le pareció que el laberinto tenía las formas de los laberintos un cerebro. Trató de pensar, si es que todavía era alguien y todavía podía hacerlo. ¿Su mente se había vuelto un laberinto y se había perdido en ella? ¿El mundo era un laberinto de locura y se había perdido tratando de comprenderlo? ¿Pero no la esperaba un mundo esa mañana? Ya ni se acordaba. ¿Quién era esa persona que la esperaba a la mañana? “Cada persona es un mundo”, recordó. ¿En qué mundo se había metido? Se acordó, y entendió. Se hundió satisfecha de haberse perdido donde quería. Se perdió para siempre en una locura ajena.

Foto: Géiseres de San Pedro de Atacama



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